La Ley de Ciberasedio de Puebla no es solo una amenaza a la libertad de expresión: es el reconocimiento implícito del fracaso de la política, sustituida por el odio. Después de instrumentalizar la polarización digitalizada como combustible político, ahora pretenden criminalizar sus consecuencias.

Editorial

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Aparentemente vivimos en una de las etapas de mayor expansión del acceso a bienes materiales en la historia de México. Los datos oficiales indican que en las últimas dos décadas el país ha reducido significativamente la pobreza extrema, ampliado la cobertura educativa, duplicado el acceso a servicios de salud y triplicado el acceso a internet.

Sobre lo anterior existen dudas razonables. Lo que sí es aceptado por todos es que se han multiplicado los programas sociales y que los hogares cuentan con más electrodomésticos, vehículos y conectividad que nunca antes. Aproximadamente 30 millones de personas reciben transferencias gubernamentales directas a través de programas como la Pensión para el Bienestar y las becas Benito Juárez, entre otros “apoyos”.

Sin embargo, como sociedad estamos inquietos, irritables, divididos. Todos los días se registran hechos de violencia que escalan hasta convertirse en verdaderas crónicas de horror. En las redes sociales, la virulencia alcanza niveles que ahora Laura Artemisa García Chávez y el Congreso de Puebla pretenden criminalizar. Más que la pobreza, nos carcome la percepción de violencia e injusticia. Aun cuando muchos indicadores materiales muestran mejoría, la experiencia cotidiana de millones de personas es de frustración y descontento. ¿Por qué?

La razón no está solo en lo que tenemos o no tenemos, o en cómo pensamos, sino en cómo lo comparamos. La expansión de las redes sociales en México ha traído consigo un cambio profundo en la percepción de la “política”. Hoy, millones de personas consumen a diario una versión editada de lo público en el poder: viajes, lujos, cuerpos, familias, oportunidades. Lo que antes era invisible ahora es omnipresente. Lo que antes se admiraba, ahora se envidia y se condena.

Esta transformación digital es precisamente lo que ahora el artículo 480 del Código Penal de Puebla pretende criminalizar. Cuando establecen sanciones de once meses a tres años de prisión para quien "insulte, injurie, ofenda, agravie o veje a otra persona" en espacios digitales. Las redes sociales ya no son “benditas”: están atacando el síntoma de un problema que ellos mismos alimentaron.

El odio ha dejado de ser un sentimiento privado para convertirse en combustible colectivo. Y ese combustible ha sido instrumentalizado políticamente. En la narrativa dominante desde 2018, el descontento se ha canalizado hacia señalamientos constantes: los ricos, los fifís, los conservadores, los que "no quieren que cambie el país". No se trata de corregir la desigualdad, sino de construir un relato donde la frustración tenga un villano claro.

Las redes sociales se convirtieron en el campo de batalla privilegiado de esta guerra emocional. Twitter, Facebook, TikTok: espacios donde la narrativa del agravio encontró su expresión más virulenta. El insulto político se normalizó, la descalificación se volvió estrategia de comunicación gubernamental, y la polarización se institucionalizó.

Ahora, cuando esa misma virulencia se ha vuelto incontrolable, cuando los algoritmos han democratizado el odio más allá de las fronteras partidistas, la respuesta es criminalizarla. García Chávez declara: "no estoy de acuerdo en derogar el artículo", como si no fuera evidente que su propio movimiento político alimentó la bestia que ahora pretende enjaular.

La narrativa del agravio ha reemplazado al proyecto de futuro. En vez de aspirar a la “unidad”, se promete venganza simbólica. En vez de fortalecer instituciones, se celebra su debilitamiento como castigo a las élites. Esta emocionalización de la vida pública ha producido una política tribal, donde el desacuerdo se convierte en traición y la crítica en ataque.

Paradójicamente, el Estado mexicano ha expandido su capacidad de redistribuir recursos como nunca antes. Pero esta política de transferencias no ha traído paz emocional a gran parte de los beneficiarios. La desigualdad en la percepción, amplificada por la tecnología y alimentada por discursos polarizantes, sigue ensanchando la brecha social.

Según datos de la OCDE, México es uno de los países donde existe menor correlación entre crecimiento económico y satisfacción con la vida. De hecho, no hay crecimiento económico. Es también uno de los países con mayor uso de redes sociales en América Latina. Y es, no por coincidencia, uno de los países donde el debate público se ha vuelto más hostil, donde el rencor ha sustituido al consenso.

La definición de ciberasedio en Puebla es reveladora de esta trampa conceptual. Se criminaliza a quien "con insistencia necesaria" cause "daño o menoscabo en la integridad física o emocional" de otra persona. Pero ¿qué constituye "daño emocional" en una sociedad que ha sido educada políticamente en el agravio constante?

¿Cómo se mide la "insistencia necesaria" en un ecosistema digital donde la repetición algorítmica amplifica cualquier mensaje? ¿Quién determina cuándo una crítica política se convierte en "vejación" criminalizable?

La respuesta es evidente: será el mismo Estado que instrumentalizó el odio digitalizado quien ahora decida qué expresiones son legítimas y cuáles criminales. El mismo poder que construyó su legitimidad sobre la descalificación del adversario ahora se erige en juez de la civilidad digital.

La Ley de Ciberasedio de Puebla no es solo técnicamente deficiente o conceptualmente vaga. Es políticamente hipócrita. Criminaliza precisamente las dinámicas que el oficialismo cultivó durante años como estrategia electoral y de poder.

Cuando el mismo movimiento político que normalizó el "ya cállate, chachalaca", que institucionalizó las "mañaneras" como espacios de descalificación diaria, que convirtió la polarización en método de gobierno, ahora pretende criminalizar la virulencia digital, no está combatiendo un problema: está administrando sus consecuencias.

La agravante para menores de edad incluida en el artículo 480 es particularmente perversa. Presumir daño automáticamente cuando la víctima es menor convierte cualquier crítica dirigida a jóvenes en un delito potencialmente más grave. En un país donde los jóvenes han sido los principales consumidores y productores de contenido político digital, esto equivale a criminalizar toda una generación.

La ley poblana forma parte de un paquete más amplio que incluye tipificación de usurpación de identidad, grooming digital, phishing bancario y espionaje digital. Mientras algunos de estos delitos tienen justificación técnica, el ciberasedio revela la verdadera intención: crear un Estado policía emocional.

No se trata de proteger a las víctimas de acoso digital real, sino de crear herramientas legales para silenciar la crítica incómoda. En un contexto donde los foros de socialización muestran rechazo mayoritario, donde Coparmex convoca parlamentos abiertos, donde la sociedad civil advierte sobre riesgos autoritarios, la insistencia oficial en mantener la ley revela sus verdaderas intenciones.

Es necesario enseñar, nuevamente, que la vida buena no se define por los lujos ajenos frutos de la corrupción, sino por la dignidad propia. Y recordar que el progreso más importante no es el material, sino el que construye sociedades justas sin recurrir al odio.

Pero esto requiere reconocer que la estrategia política seguida desde 2018 ha sido parte del problema. Que la instrumentalización del resentimiento social ha envenenado el debate público. Que no se puede criminalizar la virulencia digital mientras se alimenta la virulencia política desde el poder.

En lugar de criminalizar el ciberasedio, México, Puebla, necesitan:

  • Reconocer el fracaso de la política del agravio como estrategia de gobernanza
  • Construir narrativas que unan en lugar de dividir
  • Educar digitalmente sobre el impacto emocional de las redes sociales
  • Fortalecer espacios de encuentro y diálogo ciudadano
  • Abordar la desigualdad real, no solo su percepción digitalizada

El México de los 80 asesinatos diarios y las 15 desapariciones forzadas no solo está roto: está profundamente herido en su sensibilidad social. La virulencia digital es un síntoma de esa herida, amplificada por algoritmos que monetizan el odio y políticas que lo instrumentalizan.

No hay algoritmo que pueda suturar esa herida. Solo una nueva narrativa podrá sustituir la envidia y el odio —alimentados por ideologías de izquierda y derecha por igual— por el respeto mutuo, y transformar el agravio en un entendimiento común de que el futuro debe ser compartido.

Pero mientras el Estado mexicano prefiera criminalizar los efectos de sus propias políticas polarizantes, mientras elija el código penal sobre la introspección política, mientras opte por la cárcel sobre la construcción de ciudadanía, seguirá caminando hacia un precipicio donde la tecnología amplifica lo peor de nosotros mismos.

La trampa del bienestar no es solo que los programas sociales no hayan traído paz emocional en las redes sociales. Es que el mismo Estado que prometió transformar la vida de los mexicanos ha contribuido a envenenar su convivencia digital. Que el poder que llegó criticando la polarización del pasado ha institucionalizado una polarización aún más tóxica.

La Ley de Ciberasedio de Puebla es la confesión involuntaria de este fracaso. Cuando criminalizas la expresión digital violenta que tu propio discurso político alimentó, no estás construyendo un Estado de derecho: estás administrando las consecuencias de tu propia irresponsabilidad política.

Laura Artemisa García Chávez y el oficialismo poblano han caído en la trampa definitiva del poder: creer que pueden resolver con leyes lo que rompieron con políticas. Que pueden criminalizar las emociones que cultivaron. Que pueden castigar los comportamientos que incentivaron. Criminalizar el “ciberasedio” no es justicia: es la admisión de que el experimento de la transformación digital mexicana ha fracasado estrepitosamente. Y en lugar de asumir el costo de ese fracaso, prefieren que sea el código penal quien sofoque las consecuencias de su irresponsabilidad política.