
En una economía abierta como la mexicana, el tipo de cambio se ha convertido en el termómetro más visible —y engañoso— del estado de salud macroeconómica. Mientras el dólar se mantiene en niveles relativamente estables, el gobierno y algunos analistas celebran una supuesta fortaleza económica.
La estabilidad es desestabilizadora — Hyman Minsky
Pero la estabilidad cambiaria no es sinónimo de estabilidad estructural. De hecho, es posible que esa calma aparente esté ocultando un deterioro profundo en los fundamentos de la economía nacional.
Los datos más recientes del INEGI revelan que la economía mexicana se encuentra en medio de una contracción, no reconocida oficialmente como recesión, pero con síntomas claros de crisis estructural. En el primer trimestre de 2025, la oferta y demanda global se contrajo 1.1%. Este indicador, que sintetiza el conjunto de bienes y servicios producidos y demandados en la economía, es un buen termómetro de la actividad agregada. Su caída implica una pérdida de dinamismo económico generalizado.
Más preocupante aún es la Formación Bruta de Capital Fijo (FBCF), que se desplomó 4.0% trimestral y 6.8% anual. Esta variable mide la inversión en maquinaria, equipo e infraestructura, es decir, la capacidad productiva futura. Cuando la inversión se derrumba, el crecimiento futuro se hipoteca. Y cuando la caída se prolonga por varios trimestres —como es el caso actual en México— no estamos ante un simple ajuste cíclico, sino frente a un fenómeno estructural: los agentes económicos están perdiendo confianza en el futuro del país.
El consumo privado, que representa el componente más grande de la demanda interna, cayó 0.4% trimestral y 0.8% anual. Más que una cifra aislada, esto refleja una pérdida sostenida en el poder adquisitivo de las familias. La participación del consumo privado en el PIB bajó de 52.3% a 49.3% en un solo año, un signo claro de que los hogares están ajustando sus gastos por necesidad, no por elección. En términos keynesianos, esto significa que el multiplicador del consumo se debilita, afectando negativamente a todo el aparato productivo.
Paradójicamente, las exportaciones crecieron 12.9% anual, alcanzando su mayor participación en la demanda global (28.3%). A primera vista, este dato podría interpretarse como positivo y lo es. Sin embargo, el reverso de la moneda revela una creciente dependencia del sector externo, un patrón que en economía se conoce como modelo extravertido: la economía ya no crece por impulso de su demanda interna, sino por su inserción subordinada en cadenas globales. Esto expone a México a riesgos que no controla: recesión en EE.UU., conflictos comerciales, o disrupciones geopolíticas como las que ya comenzaron a afectar el transporte marítimo global.
El tipo de cambio permanece en niveles relativamente estables, en parte por las altas tasas de interés del Banco de México (que atraen capital especulativo) y por las remesas. Pero esta “fortaleza” cambiaria se vuelve engañosa si no se acompaña de inversión, productividad o ahorro interno.
De hecho, el ahorro bruto cayó 0.8% trimestral, y el ahorro interno apenas representa 18.2% del PIB. Esto implica que México está financiando su inversión con recursos externos (1.8% del PIB), en un contexto global donde el costo del capital está subiendo. En otras palabras: el país está gastando más de lo que ahorra, lo que puede volverse insostenible.
México se está encareciendo más allá de los precios de la canasta básica que reporta el Banco de México. Los precios implícitos del PIB aumentaron 6.8% anual, pero en ciertos sectores críticos, el alza fue mucho mayor: importaciones (+24.1%), inversión (+10.6%), exportaciones (+11.0%), consumo privado (+5.3%). Esto sugiere que estamos ante una inflación estructural de costos, que erosiona la competitividad del país.
Cuando los insumos se encarecen pero la productividad no mejora, el país pierde atractivo para la inversión y se vuelve menos competitivo internacionalmente. Este es el tipo de inflación que no se resuelve sólo con política monetaria, sino con reformas estructurales y políticas industriales activas.
Nada de lo anterior ocupa al gobierno. Por esto el escenario más preocupante es que México esté entrando silenciosamente en una fase de estanflación: bajo crecimiento con inflación. Este es el peor de los mundos macroeconómicos, porque ni la política monetaria (subiendo tasas) ni la fiscal (aumentando gasto) logran estimular la economía sin generar efectos secundarios negativos.
El crecimiento anual es prácticamente nulo (-0.1%), mientras la inflación supera ampliamente las metas oficiales. Y lo más grave: sin motores internos de crecimiento (consumo, inversión, ahorro), México se queda sin margen de maniobra.
No hay duda: la economía mexicana ya enfrenta una crisis estructural, aunque aún no se declare oficialmente. Se trata de una crisis silenciosa porque no está marcada por devaluaciones bruscas o crisis bancarias, sino por el deterioro gradual de los fundamentos económicos: se invierte menos, se consume menos, se ahorra menos, y se depende más del exterior.
En este contexto, la estabilidad del tipo de cambio no es un signo de fortaleza, sino un espejismo financiero que oculta las verdaderas fracturas de la economía. Como diría Hyman Minsky, la estabilidad es desestabilizadora si no está sustentada en bases reales. Y hoy, esas bases se están desmoronando.
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