Tras las protestas masivas en EE.UU. y el brote de violencia política que vive, se ha desplegado una narrativa oficial que insiste en un optimismo forzado: que México vive una nueva etapa de liderazgo regional, que la relación con Estados Unidos es de tú a tú, y que bajo Claudia Sheinbaum el país avanza hacia la estabilidad. ¿En serio?
Esa lectura no sólo es ingenua: es peligrosa, porque tergiversa por completo la naturaleza de la relación bilateral y las tendencias estructurales que hoy separan, más que acercar, a ambos países.
Lejos de estar en una etapa de fortalecimiento, la asimetría entre México y EE.UU. se está ampliando a favor del norte. No se trata de una fatalidad histórica, sino del resultado directo de decisiones políticas que han degradado deliberadamente el Estado mexicano. Mientras Estados Unidos acelera su reconversión tecnológica, reindustrialización y consolidación del nearshoring selectivo, México arrastra una economía estancada, una informalidad estructural creciente, un Estado de Derecho mutilado y un régimen político cada vez más autoritario.
La supuesta "fortaleza política" de la 4T es, en realidad, la expresión de un modelo populista clientelar que se sostiene con transferencias sociales masivas pero sin proyecto económico real. La reciente reforma judicial, que elimina cualquier contrapeso institucional efectivo, es solo el último episodio de un proceso de demolición institucional que se inició hace años y que hoy se consolida sin freno. El argumento de que "el pueblo decide" quién será juez o magistrado es tan grotesco como funcional para encubrir la captura del poder judicial por parte del partido gobernante. Lo que sigue es un país sin árbitros, sin frenos, sin Estado de Derecho.
Desde Washington se observa con recelo —aunque aún sin consecuencias abiertas— esta deriva. No por simpatía democrática, sino por cálculo estratégico. Un México fallido no es útil para nadie, pero un México dócil y desinstitucionalizado es más fácil de condicionar. Mientras el país se encapsula en un discurso de soberanía fantasiosa, las grandes decisiones económicas y de seguridad seguirán ocurriendo del otro lado del río Bravo. La política migratoria ya no se discute en México, sino en Texas. La política antidrogas se impone desde agencias extranjeras. Y las inversiones clave en infraestructura o manufactura ya no tienen en cuenta la voluntad del Estado mexicano, sino su capacidad para garantizar certidumbre, algo cada vez más escaso.
Es una patología extraña —aunque no inexplicable— que un país incurra con tanta sistematicidad en decisiones que lo debilitan. Pero la explicación es más bien funcional: la degradación democrática es rentable para quienes hoy gobiernan. Un país sin contrapesos permite ejercer el poder sin rendición de cuentas, consolidar redes de impunidad, operar bajo reglas propias y mantener un sistema de lealtades a base de dinero público. La promesa de redistribución se cumple cada vez más en efectivo, pero cada peso entregado es a costa de menos crecimiento, menos inversión, más informalidad y más dependencia. Se reparte, sí. Pero se destruye también.
Hoy no hay proyecto industrial nacional. No hay estrategia de inserción tecnológica. No hay una política seria de integración comercial. Lo que hay es una retórica nacionalista hueca, que se acompaña de cercanías peligrosas con regímenes autoritarios, mientras se desmantelan los pocos pilares institucionales que quedaban en pie. El modelo, aunque no se diga, se asemeja cada vez más a un nacional-socialismo de izquierda: un proyecto con rostro popular, discurso identitario, enemigo externo y concentración total del poder.
México no está cerrando la brecha con Estados Unidos. La está ampliando. Y esa brecha no se mide solo en crecimiento económico o niveles salariales, sino en calidad institucional, cultura política, capacidad tecnológica y proyección geopolítica. Mientras Estados Unidos, incluso bajo Trump, mantiene una institucionalidad mínima que le permite ejecutar políticas de largo plazo, México se hunde en una gestión de corto plazo obsesionada con el control y la propaganda.
La caída no será inmediata. Habrá inercia, flujo de remesas, transferencias, discursos triunfalistas. Pero sin Estado de Derecho, sin economía productiva y sin ciudadanía crítica, la caída llegará. Y cuando llegue, será desde una gran altura de autoengaño.
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