
La ley del ciberasedio en Puebla puso sobre la mesa un síntoma: en México, las voces críticas no sólo son incómodas para el poder, sino que enfrentan un proceso sistemático de asfixia institucional. La discusión legal que provocó el artículo 480 del Código Penal poblano no es un accidente: es la cara punitiva de un mecanismo más amplio, más insidioso y más eficaz. Uno donde el control del disenso se ejerce también por la vía presupuestal.
Mientras esa ley no sea derogada o modificada radicalmente —para excluir con claridad el trabajo periodístico, la crítica política y la sátira como derechos protegidos—, todos perdemos. Pierde el oficialismo, desde el gobernador Alejandro Armenta hasta los diputados de Morena, porque el daño a su credibilidad es tal que la presidenta Sheinbaum tuvo que intervenir y marcar línea. Pierde el periodismo crítico, que sigue en un limbo jurídico: sujeto a potenciales denuncias bajo una figura ambigua y punitiva. Pierde la ciudadanía, porque hoy cualquiera puede ser investigado o vinculado a proceso por publicar un comentario “vejatorio” en redes sociales.
Pero mientras los reflectores estaban puestos en el Código Penal, otro instrumento siguió operando con eficacia silenciosa: el control financiero de los medios. En Puebla, este sistema es conocido como el “tripack”: una bolsa de recursos públicos para comunicación social centralizada en el Poder Ejecutivo, que incluye al Gobierno estatal, el Ayuntamiento de Puebla, el Congreso local y —de manera aún más grave— a la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), en una violación directa de su autonomía constitucional.
¿Cómo opera este modelo? Sencillo: el Ejecutivo concentra, asigna y veta. Es decir, controla quién recibe presupuesto, cuánto y por qué. Medios complacientes o funcionales al discurso oficial son premiados con convenios. Periodistas incómodos o independientes son excluidos, bloqueados o castigados con sequía presupuestal. El mensaje es claro: no necesitas que te censuren, basta con que te asfixien.
Esta doble pinza —ley punitiva + control económico— conforma el corazón operativo de lo que hemos llamado “Operación Limpieza”. No es una teoría conspirativa: es una técnica de gestión autoritaria del disenso. El oficialismo no encarcela masivamente, pero criminaliza selectivamente. No clausura periódicos, pero aprieta presupuestos hasta obligar a cerrar, o ceder, en su línea editorial.
Este modelo ha cobrado fuerza en Puebla con la mayoría absoluta de Morena en el Congreso local. La subordinación de poderes es casi total: los órganos que deberían garantizar contrapesos —como el Legislativo o la BUAP— participan activamente en la concentración de recursos y decisiones.
El discurso oficial afirma que la libertad está garantizada. Que “no hay censura” y que “el pueblo puede opinar”. Pero lo que ocurre en realidad es una forma de extinción progresiva del espacio crítico, bajo nuevas coordenadas: legales, financieras y discursivas.
Se criminaliza desde el Código Penal, se sofoca desde las partidas presupuestales, se estigmatiza desde el micrófono presidencial y estatal. El resultado es el mismo: el periodismo independiente sobrevive en condiciones precarias y bajo amenaza latente.
La prensa crítica, en este entorno, ya no enfrenta solo el riesgo de la autocensura. Enfrenta la posibilidad real de ser llevada a juicio o a la quiebra, sin necesidad de una prohibición formal. Basta una denuncia basada en una ley ambigua, o la cancelación de un convenio desde una oficina de Comunicación Social.
Esta es la “Operación Limpieza” en marcha. El aparato institucional, lejos de proteger la pluralidad, la ha rodeado. La ley la amenaza. El presupuesto la condiciona. La narrativa oficial la desprecia. “Operación Limpieza” no es una metáfora excesiva: es la descripción de un proceso real de depuración del ecosistema crítico, donde la palabra libre se convierte en delito, y la independencia en sobrevivencia.
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