
La raíz del obradorismo está podrida: fue austera, terrosa, popular. Se alimentó de las veredas polvorientas, de los pueblos sin drenaje, de los ejidos donde el Estado no llega y de las colonias donde Morena repartía volantes mientras Andrés Manuel López Obrador predicaba que “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”. Ese fue el terreno fértil: la intemperie, la carencia, la esperanza.
Pero hoy, cuando el proyecto ha alcanzado el poder total, los hijos de AMLO —biológicos y políticos— ya no necesitan pisar tierra para ejercer influencia. Cambiaron los tenis por mocasines italianos, las giras en carretera por vuelos ejecutivos. Lo que fue un movimiento, ahora es itinerario. Lo que fue promesa, hoy es privilegio. El segundo piso de la 4T se levanta enterrando sus cimientos.
Queda claro que Tokio no es Tabasco. Y el hotel Okura no es La Chingada. Allí, entre cerezos en verano y mármol de cinco estrellas, fue captado Andy López Beltrán, secretario de Organización de Morena e hijo del expresidente. Llevaba gorra, lentes oscuros y el aire blindado de quien ya no debe explicaciones. Lo acompañaba Daniel Asaf, ex operador íntimo del sexenio, hoy turista ideológico con pasaporte vigente.
La ausencia de Andy en el Consejo Nacional de Morena el 20 de julio fue justificada con tono indulgente. Carlos Lomelí habló de vacaciones. Alejandro Armenta sugirió un posible tema de salud. Pero la imagen en Tokio desmiente cualquier discreción. En Morena, una cosa es ser militante, otra dirigente, y otra muy distinta, ser hijo del fundador: en ese linaje no aplica la disciplina de partido, sino el privilegio dinástico.
Los símbolos pesan más que los comunicados. Mientras en México se reconfiguraba la estructura partidista y se juraba lealtad a Claudia Sheinbaum, el verdadero poder abordaba vuelos trasatlánticos sin escala en la ética pública.
En tierras de Europa Mario Delgado, secretario de Educación, fue fotografiado en Lisboa, en uno de los restaurantes más exclusivos de Portugal. Mientras los indicadores educativos retroceden, el encargado de las aulas mexicanas disfruta del verano europeo entre encajes barrocos y etiquetas importadas. La ironía ya no es sutil: es escarnio.
Ricardo Monreal se refugió en el Rosewood Villa Magna de Madrid, acompañado de su esposa, su fidelidad a sí mismo y una visa sin restricciones. No acudió al Consejo Nacional, pero tampoco hizo falta. En Morena, la ausencia también es forma de presencia, sobre todo si se sabe con quién se brinda al otro lado del Atlántico.
El diputado Enrique Vázquez Navarro, la “revelación” millennial de Morena, fue grabado bailando en el antro “Lío” de Ibiza, entre copas, luces y una bailarina de confianza. Consolidó así su lugar en la nueva generación política: menos ideología, más vida nocturna. Días antes también se le vio con Monreal en Madrid. A eso le llaman cohesión de bancada.
Claudia Sheinbaum, al ser consultada sobre estos excesos, optó por el estoicismo institucional: “Que cada quien lo evalúe”. Y aunque recordó que “el poder se ejerce con humildad”, su frase pareció más epitafio que advertencia. La jefa de Estado navega entre los restos de una cultura política que ya no le responde con obediencia, sino con check-ins internacionales.
Del otro lado del espectro político, la historia se repite. Miguel Ángel Yunes Linares y su hijo, Miguel Ángel Yunes Márquez, celebraban con champaña de 2 mil euros en la costa italiana. El club Conca del Sogno, en Recommone, no distingue ideologías: también ellos, quienes facilitaron la reforma judicial, se inscriben en el jet set del cinismo político. En mayo ya habían sido captados en tiendas de lujo en España. La doble moral también viaja con los Yunes en clase ejecutiva.
La paradoja es brutal. La Cuarta Transformación prometía humildad como estilo de poder, cercanía como mandato ético y servicio como destino político. Hoy, con el control del Congreso, el Poder Judicial, el INE, el Ejecutivo y el partido, Morena se ha convertido en una membresía de acceso restringido, donde el poder se hereda, se exhibe y se disfruta con vinos caros. Ya no se gobierna desde la plaza pública, sino desde la terraza de un hotel cinco estrellas.
No es solo la distancia física entre Tokio y el Consejo Nacional. Es la distancia moral entre el discurso y los actos; entre la promesa de transformación y la práctica del privilegio. Lo preocupante no es que viajen, sino que olviden a quién dijeron representar.
Una generación entera de operadores, dirigentes e hijos del régimen ha comprendido que en México ya no hace falta construir una biografía de lucha: basta un apellido político, una red de poder y un pasaporte vigente. ¿Para qué agotarse, si el pueblo duerme con los ojos abiertos y camina con los ojos cerrados? Domesticado, resignado, se conforma con que le soben el lomo y le avienten unas migajas. La revolución de las conciencias es un buen discurso. Para qué más si nadie exige y nadie tiene que rendir cuentas.
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