La iniciativa presidencial para reformar la Ley de Amparo plantea un cambio profundo en el acceso a la justicia en México. De aprobarse en sus términos, se debilitaría el instrumento que históricamente ha permitido a los ciudadanos defenderse frente a los abusos del poder público y frente a resoluciones judiciales cuestionadas.

Editorial

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El riesgo que enfrentan todos los ciudadanos mexicanos es claro: un retroceso en el derecho humano a la protección judicial efectiva. Desde el siglo XIX, el juicio de amparo ha sido un aporte mexicano al constitucionalismo universal. Regulando lo dispuesto en los artículos 103 y 107 de la Constitución, se diseñó como la vía para que cualquier persona pudiera frenar actos de autoridad que vulneraran sus derechos fundamentales. Su legitimidad no se limita al ámbito nacional: el amparo es también un mecanismo que materializa el derecho a un recurso efectivo reconocido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

La propuesta enviada al Congreso de la Unión busca restringir aspectos esenciales del amparo. Entre los puntos más preocupantes se encuentran:

- La reducción de los supuestos en que procede el amparo contra normas generales, lo que limita la posibilidad de cuestionar leyes contrarias a la Constitución.
- La supresión o debilitamiento de los efectos generales de las sentencias, regresando a un esquema estrictamente individual que impide corregir de raíz normas inconstitucionales.
- La restricción de la suspensión del acto reclamado, dejando a los quejosos sin protección cautelar frente a daños irreparables.
- La acotación del concepto de interés legítimo, lo que dificultará que colectivos, comunidades y organizaciones defiendan sus derechos ante megaproyectos o políticas públicas de alto impacto.

El debilitamiento del amparo tiene efectos concatenados. Al limitar los efectos generales, se obliga a que cada ciudadano litigue individualmente, saturando el sistema judicial y fragmentando la protección. Al restringir la suspensión, se abren las puertas a daños consumados —medioambientales, patrimoniales o de salud— que después resultan irreparables. Y al reducir el interés legítimo, se cercena la posibilidad de que comunidades enteras puedan defenderse frente a proyectos que transforman su territorio.

El artículo 1 constitucional obliga al Estado a garantizar el principio de progresividad de los derechos humanos. Cualquier reforma que implique un retroceso directo en el acceso a la justicia es inconstitucional. La iniciativa, en su diseño actual, vulnera el derecho de toda persona a contar con un recurso judicial efectivo, principio reconocido en el artículo 25 de la Convención Americana. De aprobarse, México se colocaría en una posición de incumplimiento internacional y debilitaría sus propios contrapesos institucionales.

El debate sobre el amparo no puede separarse del contexto político. En paralelo, corre una reforma judicial que pone en duda la independencia de jueces y magistrados. Si los órganos encargados de conceder o negar amparos están sujetos a presiones políticas o a procesos de designación partidizados, la efectividad del amparo se vuelve ilusoria. El riesgo es un doble golpe: un amparo jurídicamente debilitado y jueces institucionalmente vulnerables.

La iniciativa presidencial para reformar la Ley de Amparo no es un ajuste técnico, sino una reconfiguración del equilibrio entre ciudadanos y poder público. Si se aprueba, el amparo dejará de ser el escudo efectivo frente a actos de autoridad arbitrarios para convertirse en un recurso limitado, fragmentado y de menor eficacia. El costo sería la erosión del derecho humano a la protección judicial y el debilitamiento del último contrapeso real frente al poder del Estado.


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