Cuando miles de jóvenes salieron a las calles el 15 de noviembre pidiendo seguridad, justicia y fin a la impunidad, no pedían ideología. No exigían privatizaciones ni cambio de régimen. Pedían lo más básico que cualquier Estado debe garantizar: el derecho a vivir sin miedo.

CDMX — Pero el gobierno mexicano respondió como si enfrentara una insurrección. La presidenta Claudia Sheinbaum calificó las marchas como "inorgánicas", manipuladas por la derecha internacional, con cuentas creadas por inteligencia artificial. Cinco jóvenes ahora enfrentan acusaciones de homicidio calificado. La pregunta es simple: ¿por qué un gobierno trata como enemigos a ciudadanos que solo piden que el Estado funcione?

La respuesta está en el modelo político que México ha construido en los últimos siete años. El gobierno actual basa su permanencia en el poder en un sistema de programas sociales que generan dependencia electoral, no desarrollo productivo. Pensión a adultos mayores, Jóvenes Construyendo el Futuro, Sembrando Vida: transferencias directas financiadas con déficit fiscal de 5.7 por ciento del PIB y deuda pública que supera el 50 por ciento del Producto Interno Bruto. El crecimiento económico promedio entre 2018 y 2025 será de apenas 0.5 por ciento en el mejor escenario. No hay inversión significativa en infraestructura productiva, educación de calidad o reconversión laboral. Solo subsidios que mantienen lealtades electorales mientras la economía se estanca y la informalidad alcanza 56 por ciento de la fuerza laboral.

Este modelo no puede reconocer la legitimidad de las demandas de la Generación Z porque hacerlo implicaría admitir su fracaso. Los jóvenes que marchan señalan que el Estado no provee seguridad básica: 17.7 jóvenes de 15 a 24 años son asesinados cada día en México, el homicidio es la primera causa de muerte en ese rango de edad, 81 por ciento del territorio está bajo presencia de crimen organizado, 133,000 personas permanecen desaparecidas. Reconocer estas demandas como legítimas obligaría al gobierno a admitir que su estrategia de seguridad fracasó completamente, que los programas sociales no sustituyeron la ausencia de Estado funcional, que la retórica de transformación no produjo resultados tangibles en lo que más importa: la vida cotidiana de millones.

Por eso el gobierno elige la difamación sistemática. Etiquetar a los manifestantes como manipulados, bots o agentes de la derecha internacional permite evadir responsabilidad. Si la protesta es inorgánica, entonces no hay demandas reales que atender. Si hay infiltración extranjera, entonces el problema no es interno sino conspiración externa. Esta narrativa protege al proyecto político de la autocrítica, pero tiene un costo: convierte a ciudadanos con demandas legítimas en adversarios del régimen. La Generación Z no quiere derrocar al gobierno. Quiere que el gobierno cumpla su función básica. Pero al ser tratados como enemigos políticos en lugar de ciudadanos, se cierra cualquier canal institucional de diálogo.

La trampa del asistencialismo

El dilema del gobierno es real. Corregir el rumbo requeriría admitir que el modelo asistencialista está agotado, que la deuda es insostenible, que el crecimiento económico es anémico, que la estrategia de seguridad no funciona. Esto deslegitimaría todo el proyecto de la llamada Cuarta Transformación. Entonces elige mantener el curso: más gasto social financiado con deuda, más narrativa de pueblo bueno contra élites corruptas, más criminalización de la disidencia. La apuesta es llegar a las siguientes elecciones sosteniendo las bases clientelares antes de que el modelo colapse. Pero México ya no tiene margen para esa apuesta.

La Generación Z entiende visceralmente lo que las cifras confirman. No tienen seguridad hoy. No tendrán empleos mañana cuando la automatización y la inteligencia artificial desplacen entre 40 y 63 por ciento de los empleos según estimaciones de organismos internacionales. El sistema educativo está colapsado y no puede reconvertir trabajadores a la velocidad necesaria. La informalidad ya es mayoría y esos trabajadores no tienen redes de protección. El gobierno ofrece solo programas sociales que generan dependencia temporal, no autonomía productiva. Cuando una generación completa concluye que el modelo actual no tiene soluciones para ellos, y además el gobierno los criminaliza por señalarlo, solo quedan dos caminos: transformación estructural profunda o colapso social progresivo. El 15 de noviembre fue un aviso. El 2 de diciembre será otro. La pregunta no es si habrá más protestas, sino cuándo el gobierno entenderá que perseguir a su juventud solo acelera la crisis que intenta evitar.

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