No le temo a la competencia política, le temo a la incompetencia. Luis Donaldo Colosio
Noviembre cerró con más de cuarenta puntos de bloqueo carretero. Diciembre arrancó con la autopista Puebla-Veracruz paralizada por más de veinticuatro horas. Los agricultores no ceden, los transportistas exigen seguridad que no llega, la Generación Z convoca nuevas movilizaciones. Sinaloa exporta violencia a Colima; Michoacán despierta con coches bomba. Los gobernadores de Morena administran crisis en lugar de resolverlas, mientras los escándalos de corrupción local se multiplican como maleza.
Y en medio de esta tormenta, el gobierno organizó un acto en el Zócalo para celebrar siete años de la Cuarta Transformación. Acarreo financiado con recursos públicos, estructuras estatales movilizadas, una demostración de fuerza que paradójicamente evidencia debilidad. Cuando un gobierno necesita llenar la plaza para demostrar músculo, está admitiendo que está perdiendo la calle.
Se entiende el festejo, pero la presidenta Sheinbaum conoce la realidad más allá de lo que declara. Por eso la Secretaría de Gobernación no puede seguir siendo una oficina de trámites ni un puente hacia Palenque. Necesita ser lo que siempre debió: el corazón político del gobierno, el espacio donde se construye consenso, se desactivan conflictos y se gobierna para todos, no sólo para los "convencidos".
El político
Conocí a Alfonso Durazo cuando era secretario particular de Luis Donaldo Colosio. Años después, lo vi trabajar en la Secretaría de Desarrollo Social del entonces gobierno del Distrito Federal. Le pedí apoyo para una obra de teatro infantil sin fines de lucro que llegaba a sus cien representaciones. Antes de que me retirara de la oficina que compartía con Carlos Salomón Cámara, Alfonso consiguió con diligencia operativa veloz y eficiente, de una llamada tras otra, el hermoso Teatro de la Ciudad (de México) para la función conmemorativa. El día del evento acudieron Manuel Aguilera Gómez (QEPD) y el Güero Burillo Azcárraga. Alfonso no fue, pero cumplió.
Viene a cuento porque en esa anécdota está cifrada una forma de hacer política que los recién encumbrados harían bien en practicar: la del político que resuelve sin reflectores, que cumple la palabra empeñada, que entiende que el servicio público no es la foto (hoy para redes sociales), sino el resultado que cambia la vida de la gente. En una época donde las administraciones están infestadas de un gobernador y los gobernadorcitos, muchos confunden el tuit con gestión pública y el cargo con su estatura personal. Durazo representa una escuela política que está en peligro de extinción: aquella donde primero se aprende el oficio y después se aspira a la responsabilidad.
Durazo no es un improvisado. Es el último sobreviviente de una generación de gigantes de la política mexicana que construyeron la transición democrática de México. Se formó al lado de Colosio, aprendiendo que la política es el arte de lo posible mediante el diálogo, no la imposición. Fue priista cuando el PRI significaba algo más que inercia, panista cuando el PAN representaba alternancia real, y navegó las bancadas legislativas y Morena con una habilidad que sólo otorga el conocimiento profundo de cómo funciona —realmente— el poder en México.
Esta trayectoria, que algunos intentan usar como señalamiento, es en realidad su mayor fortaleza. Durazo conoce los códigos de todos los espacios políticos porque los habitó, no como turista sino como constructor. Puede sentarse con la izquierda sin incomodar a la derecha, y viceversa. Es, en el mejor sentido de la palabra, un político profesional.
Como secretario de Seguridad con López Obrador, Durazo entendió que los problemas de México requieren estrategia, operación y resultados. Como gobernador de Sonora y dirigente de Morena al mismo tiempo, se ha convertido en uno de los favoritos de la presidenta Sheinbaum por una razón simple: llega con resultados, no con excusas. Presenta soluciones, no diagnósticos. Y en un gobierno donde muchos administran crisis y pocos las resuelven, esa diferencia es abismal.
El perfil
La presidenta Sheinbaum tiene en Omar García Harfuch a un operador de seguridad brillante y eficaz, con la confianza de Washington. Tiene en Hacienda el control técnico. Pero carece de estructura política robusta. Le falta el tejedor de consensos, el apagador de incendios que los gobiernos estatales no atienden, el interlocutor que pueda sentarse con agricultores en Veracruz por la mañana y con empresarios en Monterrey por la tarde, siendo creíble en ambas mesas.
Las otras opciones tienen sus propias complicaciones. César Yáñez o Ricardo Monreal.
Durazo, representa: experiencia sin pasivos paralizantes, capacidad de interlocución sin ataduras que comprometan la gestión. Y algo que se ha vuelto extraño en la política mexicana: no trabaja para un proyecto personal sino para quien le confía una responsabilidad.
México no necesita más autoritarismo disfrazado de humanismo.
Hay una generación de políticos mexicanos que ya casi no existe. Aquellos que entendían que la política es servicio público, no botín. Que se formaron en el rigor de la negociación democrática, no en la simpleza del tuit. Sabían que gobernar es resolver, no sólo imponer.
La pregunta ya no es si Alfonso Durazo tiene el perfil para Gobernación. Lo tiene, y de sobra. La pregunta es si la Cuarta Transformación tiene la madurez política para reconocer que necesita exactamente un perfil así en este momento. Si puede entender que no se traiciona un proyecto nombrando no sólo al más capaz, sino al más leal. Y que la verdadera lealtad no es la simple obediencia, sino el carácter para decir verdades incómodas cuando es necesario.
México está en un punto de inflexión. Las crisis se acumulan, los conflictos crecen, la paciencia social se agota. Este no es momento para aprendices miopes, operadores de corto plazo, ni para quienes confunden el poder con el patrimonio personal. Es momento para políticos que sepan que gobernar es resolver, no administrar el desastre disfrazado de post con corazoncitos en redes sociales.

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