Detrás del discurso sobre derechos humanos y sustentabilidad, la nueva reforma hídrica de la 4T esconde un arsenal punitivo que criminaliza a productores mientras promete perseguir a un "cártel del agua" que nunca define con claridad.
Editorial
Hay algo profundamente inquietante en la forma en que Morena vendió este miércoles su Ley General de Aguas. Mientras Alfonso Ramírez Cuéllar prometía que los derechos de los productores están "total y absolutamente respetados", en el mismo aliento exigía "detenciones necesarias" contra quienes operan pozos ilegales. Mientras Elizabeth Cervantes juraba estar "a favor del pueblo", Gabriel García insultaba a Rubén Moreira llamándolo "miserable" y "rey de las calumnias". Y mientras Ricardo Monreal aseguraba que "no habrá una sola disposición que afecte" al campo, miles de productores paralizaban 15 puntos carreteros en 10 estados porque simplemente no le creen. La pregunta es: ¿por qué el campo huye despavorido de una ley que supuestamente lo protege?
La respuesta está en lo que Morena no dice, pero que Ramírez Cuéllar dejó escapar: esta ley "viene muy light" en inversión y planeación hídrica, pero viene muy pesada en castigos. El diputado no habló de infraestructura, tecnificación o financiamiento para el campo. Habló de "poner orden, poner gobierno", de actuar contra el "mercado negro", de perseguir a quienes tienen "pozos ilegales" —hasta 20 mil según sus cálculos— y conexiones clandestinas a la red eléctrica. El mensaje es claro: la prioridad no es garantizar agua para todos, sino perseguir, sancionar y encarcelar. Ramírez Cuéllar incluso exigió textualmente: "Yo exigo al gobierno que haga las detenciones necesarias de todos aquellos que tienen pozos ilegales". ¿Esas detenciones incluirán a ejidatarios y pequeños propietarios que perforaron pozos por desesperación ante la inacción de Conagua? ¿O solo perseguirán a los grandes acaparadores? La ley no lo aclara, y esa ambigüedad es deliberada.
Porque aquí está el truco: Morena construyó un enemigo abstracto —el "cártel del agua", los "acaparadores", el "mercado negro"— pero diseñó una ley que puede aplicarse contra cualquiera. Rubén Moreira y el PRI denunciaron que el dictamen establece "una serie de sanciones administrativas y penales" que "criminalizan a los campesinos". César Alejandro Domínguez explicó que el artículo 22 prohíbe la transmisión de derechos de agua, un concepto que incluye tanto la venta como la herencia y la donación, aunque Morena insiste en que el artículo 49 protege el binomio tierra-agua. Pero como señaló Moreira, ese artículo "está al final del procedimiento", concatenado con los artículos 37bis, 37bis1 y 37bis2 que condicionan y restringen esos derechos. La ley dice una cosa en un artículo y la contradice en otro. ¿Casualidad o diseño?
El patrón es conocido: crear incertidumbre jurídica para que la aplicación de la ley dependa de la voluntad política del momento. Si un productor cae mal, se le aplica el artículo 22 y pierde su concesión. Si un ejidatario no se alinea, se le acusa de operar un pozo ilegal y termina detenido. Si un empresario agrícola no negocia con el gobierno, se le revisa el volumen de agua que usa y se le sanciona por "usar el agua para fines distintos que la concesión tiene", como amenazó Monreal. La discrecionalidad se vuelve poder, y el poder sin límites claros se vuelve arbitrariedad.
Y luego está la trampa constitucional que el PRI denunció y Morena jamás respondió: la omisión de la consulta previa obligatoria a pueblos originarios, violando el artículo 2 constitucional y convenios internacionales. Irma Juan Carlos, diputada de Morena, intentó justificarlo diciendo que la consulta se hará "en unos meses más" cuando se elabore la ley reglamentaria. Pero eso es reconocer la violación: la consulta debió hacerse antes de aprobar la ley, no después. Moreira tiene razón: "No es una cortesía, es una obligación y Morena les da la espalda a los pueblos originarios". ¿Y qué pasa si los pueblos indígenas rechazan aspectos de la ley en esa consulta tardía? ¿Se modificará la ley ya aprobada? Lo dudamos. La consulta post-factum es un simulacro, un trámite cosmético para cumplir formalmente sin ceder poder real.
Mientras tanto, el campo respondió con claridad: tractores en San Lázaro, 15 bloqueos carreteros, rutas comerciales paralizadas en Zacatecas, Chihuahua, Puebla, Sonora. No son los "agoreros de la violencia" que describe Monreal, ni el "populismo" que denuncian desde la tribuna. Son 600 mil concesionarios que leyeron entre líneas y entendieron que esta ley no viene a protegerlos sino a subordinarlos. Entendieron que cuando Ramírez Cuéllar dice que "no pierden nada de lo que tenían, pero tampoco van a ganar más espacios de agua", está describiendo un cerrojo: el Estado controla quién crece y quién no, quién produce y quién sobrevive.
La Ley General de Aguas pudo ser una reforma histórica que garantizara el derecho humano al líquido, modernizara la gestión hídrica y protegiera tanto a comunidades urbanas como a productores rurales. Pero Morena eligió otro camino: construyó una ley punitiva disfrazada de social, un instrumento de control estatal vestido de justicia ambiental.

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