Ángeles de Puebla
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PRI Puebla: cuando el pasado devora al futuro

La política poblana acaba de confirmar lo que ya era un secreto a voces: el PRI no se renueva, se recicla. La toma de protesta de Xitlalic Ceja García y Lorenzo Rivera Nava como dirigentes estatales del tricolor no representa ni una sorpresa ni, mucho menos, un parteaguas. El senador Nestor Camarillo apenas y salió a tiempo.

¿Hay algo nuevo en esta "renovación" de su dirigencia?

Porque lo que sucedió ayer no fue simplemente que Ceja y Rivera tomaran protesta como dirigentes estatales. Lo que sucedió es que el PRI poblano cambió formalmente de dueño: dejó de ser una franquicia administrada desde el centro por Alito para convertirse en una sucursal operada desde Casa Aguayo por Alejandro Armenta Mier, el gobernador expriista que hoy milita en Morena y que conoce las entrañas del tricolor mejor que nadie.

En otras palabras: el PRI poblano ya no es un partido político. Es una pieza más del tablero de Alejandro Armenta.

Que Ceja y Rivera asuman el control del PRI poblano no es un acto de renovación: es un acto de capitulación institucional disfrazada de pragmatismo. El marinismo-armentismo, esa corriente que durante años representó lo más turbio del priismo poblano —el autoritarismo disfrazado de institucionalidad, el clientelismo elevado a sistema, la captura del Estado como modelo de gobernanza—, vuelve a tomar las riendas de un aparato que ya no conduce a ninguna parte. Pero esta vez lo hace bajo nuevas reglas: no como élite autónoma sino a través de operadores funcionales de un gobernador que dejó al PRI hace tiempo y que ahora lo recupera, desde fuera, como instrumento útil.

La pregunta ya no es si el PRI puede recuperarse, sino si Alito Moreno realmente creyó que podía mantener el control de Puebla o si, desde el principio, negoció su entrega a cambio de algo. ¿Qué pudo haber recibido a cambio? Acaso silencio. Acaso tregua. Acaso la promesa implícita de que Armenta no dinamitará completamente al PRI en 2027, de que le dejará respirar en algunos municipios menores, de que no lo convertirá en enemigo declarado sino en comparsa tolerable.

Hay una ironía brutal en todo esto. Alejandro Armenta Mier abandonó al PRI, se subió a la ola morenista, ganó la senaduría, después la gubernatura y ahora, desde el poder, recupera al partido que dejó. No necesitó volver: simplemente esperó a que el PRI se desmoronara lo suficiente como para convertirse en un activo disponible, en una estructura vacía lista para ser rellenada con lealtades nuevas. Y lo logró sin disparar un solo tiro, sin siquiera recibir formalmente a Ceja y Rivera. Armenta es el gran vencedor de esta historia, y lo es precisamente porque ya no necesita ser priista para controlar al PRI.

Recordemos que Ceja es ahijada de grado de Mario Marín Torres y que Rivera es hijo del casique de Chignahuapan erigido también por Mario Marín Torres en lo político y lo económico. Ambos en la época en que Alejandro Armenta fue el todo poderoso del PRI en Puebla. El retorno del marinismo-armentismo, entonces, no es un retorno nostálgico: es una operación política sofisticada. Lázaro Jiménez Aquino (campechano, esposo de Ceja y cercano a "Alito" Moreno), Xitlalic Ceja, Lorenzo Rivera y el resto de la vieja guardia no regresan como restauradores del pasado sino como operadores del presente. Su función no es rescatar al PRI sino gestionarlo como apéndice útil del sistema de poder estatal. Las candidaturas que distribuyan en 2027 no responderán a una lógica de competencia sino de negociación: algunas diputaciones locales aquí, alguna presidencia municipal menor allá, todo bajo la lógica de no estorbar, de no desafiar, de no incomodar.

Y Alito Moreno, mientras tanto, ¿qué papel juega? El de quien negocia su irrelevancia a cambio de mantener la apariencia de autoridad. El de quien prefiere ser dueño nominal de un cascarón antes que reconocer que el partido ya no le pertenece. El de quien, quizá, pactó desde el principio la entrega de Puebla a cambio de que Armenta no le dinamite el tablero completo. Porque —en Puebla— si Morena puede operar con un PRI domesticado en lugar de destruirlo, ¿para qué molestarse en aniquilarlo del todo?

Sería ingenuo pensar que el PRI poblano es un caso aislado o una anomalía regional. Puebla es, como bien anticipó Región Global en su momento, un laboratorio: el lugar donde se ensaya, en pequeño, lo que ocurrirá a escala nacional rumbo a 2027: la subordinación regional a Morena pero disfrazada.

Lo que viene para el PRI poblano en 2027 no es una elección: es un simulacro. Competirá donde Armenta le permita competir. Ganará donde Armenta le permita ganar. Y perderá —que será casi en todas partes— donde Armenta necesite que pierda. Y cuando termine la jornada electoral, el PRI habrá cumplido su función: servir de comparsa, levantar manos, ofrecer la ilusión de competencia, legitimar con su presencia un sistema que ya no necesita oposición real sino únicamente oposición nominal.

Epitafio

Xitlalic Ceja y Lorenzo Rivera no son los villanos de esta historia: son sus personajes más coherentes. Prefieren administrar la decadencia desde adentro antes que enfrentar la intemperie desde afuera. En el marinismo-armentismo no se trata de tener razón sino de tener lugar. Y ellos tienen lugar: al lado de Armenta, debajo de Armenta, como extensión de Armenta.

Que nadie se engañe: lo que ocurrió en el PRI Puebla no fue una toma de protesta. Fue la firma de una rendición incondicional. Y fue, sobre todo, un epitafio: el del último priismo que todavía creía que podía ser algo más que un instrumento del poder real en Puebla.

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