En México, donde el “Árbol de la Vida” adorna hogares con barro y color, en la vida real se seca, se fractura y se quema. El país arde por dentro, y las raíces que deberían nutrirnos y hacernos fuertes están podridas de crimen, corrupción, impunidad, miedo y abandono.
A orillas de una autopista, el fuego devora a un hombre entre risas. No hubo juicio, no hubo defensa. Solo una multitud celebrando el incendio como si fuera liberación. Y no es un caso aislado: es un reflejo aterrador de un país que ha perdido su alma. Cada semana, el horror supera al anterior. Decapitaciones, feminicidios, linchamientos, ejecuciones a plena luz del día, niños heridos por balas que no eran para ellos. La barbarie se ha vuelto parte de lo cotidiano.
Las instituciones, ausentes. La Guardia Nacional, rebasada. La justicia, destruida deliberadamente por la política dominante, burocrática y ciega. La población, desamparada. En ciudades grandes y pueblos olvidados, la gente sobrevive entre extorsiones, amenazas y un silencio que pesa más que el plomo. En colonias como La Laja de Acapulco o regiones como Chiapas y Guerrero, el Estado no existe: manda el miedo que impone el crimen.
La política de seguridad del sexenio anterior fue más que un error: fue una claudicación. En lugar de fortalecer al árbol de nuestra nación, se le dejó infestarse. La podredumbre creció en sus raíces mientras se repetían discursos de paz hueca: “abrazos no balazos”, “estamos atendiendo las causas”. Hoy, bajo el mando de Claudia Sheinbaum y con Omar García Harfuch al frente de la operación, se intenta rescatar lo que queda, pero el deterioro es profundo, y el tiempo escaso.
En el México profundo, el “Árbol de la Vida” es un símbolo de fertilidad, tradición y continuidad. Pero ese árbol, que alguna vez contaba historias de esperanza, cosecha y creencias, hoy se parece más al Árbol de las Almas de Pandora, herido, asediado, clamando por auxilio. La violencia no solo mata cuerpos: mutila la memoria colectiva, la identidad y la esperanza.
Y sin embargo, incluso con el árbol enfermo, queda una rama. Una rama que aún brota cuando en la familia alguien se organiza para proteger a sus hijas e hijos, o en la comunidad cuando surge la resistencia para defender los recursos naturales. Cuando un periodista resiste la censura y publica la verdad. Cuando un maestro enseña, o un médico salva, cuando un joven universitario decide no rendirse. Esa rama no basta, pero existe. Y si la cuidamos —con verdad, con justicia, con coraje— tal vez algún día vuelva a florecer el árbol completo llamado México.
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