La ejecución de Ximena Guzmán y José Muñoz, colaboradores cercanos a la jefa de Gobierno Clara Brugada, ha estremecido no sólo al poder capitalino, sino a toda una sociedad que, día a día, se habitúa a la lógica del crimen como si fuera parte del paisaje urbano.
La frialdad quirúrgica del asesinato en plena Calzada de Tlalpan, en un punto vigilado, a plena luz del día y sin margen de error, no es un caso aislado: es síntoma de algo más profundo, más corrosivo y más grave.
Un video difundido ayer por la tarde, confirmó lo que muchos temían: el asesino no improvisó. Acechó durante días. Usaba el mismo casco y chaleco que más tarde abandonó tras cometer el crimen. Supo el momento, el punto, la rutina. Esto no es crimen pasional ni hecho fortuito. Es sicariato profesional, con sello de planificación, seguimiento, logística y ejecución. Y eso nos dice que el crimen ya no es amenaza: es poder en funcionamiento.
Durante años, los analistas hablaron de la “normalización de la violencia” como uno de los grandes males nacionales. Pero lo que hoy vivimos va más allá: hemos entrado de lleno a la normalización del crimen como forma de control social. En este México actual, es más fácil un ajuste de cuentas que un juicio justo, más probable una ejecución que una sentencia, más común un sicario que un agente del Ministerio Público. Y eso refleja una verdad incómoda: el aparato de justicia ha sido destruido desde adentro.
El fenómeno del sicariato ha echado raíz, silenciosamente, en los rincones más invisibles del país. En los pueblos, en los barrios, en las colonias más populosas. Iztapalapa, la misma alcaldía que Brugada gobernó y presumió como emblema de transformación, es hoy, según cifras no oficiales, la zona urbana con mayor densidad de sicarios por kilómetro cuadrado del planeta. No es estigmatizar: es señalar lo que todos saben y pocos se atreven a decir. La muerte está a la vuelta de la esquina para cualquiera. No sólo en Iztapalapa, también en Tláhuac, Xochimilco, Iztacalco, etc.
En este contexto, declaraciones como la del senador panista Ricardo Anaya —quien exige que se investigue si el asesinato fue “un mensaje al Estado mexicano”— resultan no sólo insensibles, sino desafortunadas. Anaya no llora a los muertos, ni abraza a las familias: calcula. Habla del “Estado mexicano” como si no tuviera nada que ver en su deterioro, como si su partido no hubiera contribuido con omisiones, simulaciones, pactos y cobardías al desastre que hoy vivimos.
Ricardo: El crimen no manda mensajes al Estado mexicano, lo ha infiltrado, lo ha desplazado, lo ha suplantado. Y tú, como tantos políticos que llevan años en el poder, lo permitieron.
Hoy, en muchos rincones del país, el crimen organizado es quien impone normas, impone castigos, impone silencios. Y mientras eso ocurre, políticos de todos los colores siguen atrapados en una discusión mezquina, electoral y ciega.
La impunidad no es un accidente. Es el sistema operativo de un país donde el sicariato ha dejado de ser excepción para convertirse en método. Desde hace años, México ya no está combatiendo al crimen: convive con él, lo administra, lo absorbe. La sociedad civil, debilitada y temerosa, se repliega.
Acaso Ricardo Anaya cree que un sicario solitario manda mensajes. No. Un sicario no comunica: ejecuta. Es instrumento de un poder. Pero no de ese poder estilizado de Hollywood, donde el asesino a sueldo cumple su encargo y se retira a una casa de playa hasta su siguiente “trabajo”. En México, el sicario tiene otro perfil: es joven, está mal pagado, y desde niño sabe que su destino es la muerte o la cárcel, igual que muchos de sus familiares o vecinos. Su entorno no le ofrece otra cosa. Y la cárcel no es un castigo: es una extensión del barrio. Adentro continúa su “trabajo”, extorsionando vía telefónica, operando bajo la protección del Cártel o un fragmento de él, amparados, desde luego, por funcionarios corrompidos.
Ese es el México real. El que no sólo han ignorado los políticos, sino que han contribuido a construir. El crimen organizado no florece sin protección institucional. La codicia por las direcciones de reclusorios, las jefaturas de sector, las comandancias y los ministerios públicos habla por sí misma: son plazas de poder, negocios. Por eso la normalización del crimen ya forma parte del ADN nacional. No es una desviación: es un sistema. Y este país no sanará con elecciones judiciales, reformas menores ni discursos vacíos. Sanará sólo cuando haya un cambio total, radical, como de médula y de sangre. Un país enfermo de impunidad no se corrige: se reinventa desde sus entrañas.
Los asesinatos de Ximena y José no sólo deberían sacudir al gobierno capitalino. Deberían forzar una pausa, una reflexión profunda sobre lo que somos y hacia dónde vamos. Porque si como sociedad aceptamos impávidos que se mate a plena luz del día, en una de las avenidas más transitadas del país, y que eso no tenga consecuencias ni indignación sostenida, entonces el crimen ya ganó. No a balazos: nos ha ganado el alma.
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