En los sótanos de la justicia estadounidense, Ovidio Guzmán no sólo pactó su destino: abrió la puerta a una nueva fase de la guerra contra el narco. Lo hizo al aceptar colaborar con el Departamento de Justicia y entregar a sus operadores, ya en listas de la justicia estadounidense.
Washington / Culiacán. - Este episodio, que para algunos parece el ocaso del Cártel de Sinaloa, en realidad inaugura algo más profundo: la fase binacional del narcoterrorismo.
La categoría ya no es retórica. En silencio, con base en reformas legislativas de los últimos años y disposiciones ejecutivas, el Congreso de EE.UU. ha autorizado el uso de la figura de "organización terrorista extranjera" (FTO) para estructuras criminales mexicanas. El Departamento de Justicia ha comenzado a instrumentarla. Y México, sin admitirlo, ha aceptado su implementación práctica: a través de operativos conjuntos, extradiciones exprés y colaboración táctica con agencias como ICE/HSI, la DEA y el FBI.
Fuentes vinculadas a los procesos en curso revelan que Ovidio Guzmán y su hermano Joaquín accedieron a proporcionar inteligencia directa sobre redes financieras y de distribución del Cártel de Sinaloa, a cambio de reducción de penas y protección judicial. La lista entregada incluiría nombres clave de mandos medios y enlaces internacionales, pero también objetivos estratégicos que ya no responden a la facción de "Los Chapitos".
La consecuencia inmediata será una ofensiva legal selectiva por parte del Departamento de Justicia. Decenas de acusaciones selladas serán abiertas en los próximos meses, incluyendo figuras de los Beltrán Leyva, el Cártel del Pacífico Sur y células independientes vinculadas al tráfico de fentanilo. La cooperación mexicana se dará bajo presión diplomática, con un margen cada vez más reducido de soberanía.
Lo que sigue no es la pacificación, sino la fragmentación territorial. Con los liderazgos debilitados y sin cohesión interna, los cárteles mexicanos entrarán en una dinámica similar a la vivida por los Zetas en la década pasada: escuadrones híbridos formados por exmilitares, policías corruptos y sicarios locales ocuparán regiones clave en Sonora, Sinaloa, Durango, Baja California, Chihuahua, Tamaulipas, Guerrero y Michoacán. La violencia aumentará, no disminuirá.
En paralelo, se consolidará una forma inédita de intervención estadounidense: operaciones extraterritoriales "quirúrgicas" en territorio mexicano, ejecutadas con drones de vigilancia, comandos especiales y acuerdos encubiertos. Todo, justificado por la categoría de "terrorismo". Así como EE.UU. operó en Siria e Irak contra Al-Qaeda e ISIS, ahora podrá hacerlo en Sinaloa y Durango contra lo que denomina "narcoterrorismo mexicano".
La administración de Claudia Sheinbaum enfrentará un dilema sin precedentes: colaborar para evitar sanciones o resistir y enfrentar una guerra diplomática. Las señales hasta ahora apuntan a lo primero. Altos mandos del Ejército y la Guardia Nacional ya han sido integrados a protocolos de cooperación con ICE y el Pentágono. La narrativa nacionalista se sostendrá en público, pero en los hechos, México ya ha cedido autonomía operativa en zonas estratégicas.
Este modelo no será transitorio. Se convertirá en una nueva doctrina de seguridad binacional, donde la frontera deja de ser un límite jurídico y se transforma en umbral de una zona gris administrada por la agencia más fuerte. Estados Unidos, hoy, ya actúa en México bajo la lógica del "riesgo inminente".
La etiqueta de narcoterrorismo tiene efectos expansivos. En el Congreso estadounidense ya se debate la posibilidad de aplicar sanciones económicas, restricciones a remesas e incluso bloqueo selectivo de exportaciones mexicanas bajo el argumento de seguridad nacional. Las regiones productoras de droga sintética, desde Sinaloa hasta Michoacán, podrían ser señaladas como "zonas bajo control terrorista", habilitando nuevas formas de presión y bloqueo.
En términos diplomáticos, México queda atrapado: su imagen como socio confiable se erosiona, pero su capacidad de reacción autónoma es casi nula. La narrativa republicana —encabezada por Donald Trump— ya impulsa propuestas legislativas para autorizar el uso de la fuerza directa contra cárteles mexicanos, independientemente de la posición del gobierno mexicano.
La transformación ya está en curso. No habrá declaración de guerra. No se izarán banderas extranjeras en suelo mexicano. Pero el resultado será equivalente: intervención legalizada, soberanía disminuida y justicia operada desde fuera. El caso Ovidio es solo el primer hito de una estrategia de largo aliento: convertir la guerra contra el narco en una guerra transnacional justificada por la categoría del terrorismo.
En esta nueva etapa, el control no se disputa en los tribunales ni en los medios: se disputa en los protocolos secretos, las órdenes selladas y los tratados no ratificados. Y México, debilitado económica e institucionalmente, se enfrenta a un hecho consumado: la frontera ya no lo protege; ahora lo absorbe.
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