En política, las ausencias no son silencios: son mensajes. Lo ocurrido este 20 de julio en el Consejo Nacional de Morena confirma esa regla no escrita. El faltante visible fue Andrés Manuel López Beltrán, secretario de Organización del partido e hijo del fundador del movimiento, Andrés Manuel López Obrador.
La suya no fue una omisión menor ni una ausencia “por motivos personales”, como buena parte de los asistentes trató de justificar. Fue, en cambio, una grieta simbólica en el nuevo relato de Poder en México, que Morena intenta moldear.
Las razones ofrecidas —cuando se ofrecieron— fueron insuficientes y contradictorias. Gerardo Fernández Noroña, presidente del Senado, aventuró una explicación banal: “la gente tiene derecho a descansar”. Carolina Rangel, secretaria general del partido, habló de un “tema personal”. El tío del ausente, José Ramiro López Obrador, dijo no saber nada y el gobernador de Puebla, Alejandro Armenta Mier, dijo que tal vez por motivos personales. Ninguna versión disipó las especulaciones; todas las alimentaron.
Y es que el problema no es la falta, sino el contexto. Andy López Beltrán no es un militante de base. Es la figura central de la estructura organizativa de Morena. Durante años, operó atrás de su padre en campañas y negociaciones clave. Su influencia es reconocida dentro y fuera del partido. Su nombre hoy, sin embargo, se ha vuelto incómodo: aparece más vinculado a señalamientos de tráfico de influencias, redes clientelares y, en los extremos del rumor, presuntas conexiones con el crimen organizado. Todo esto sin una sola acusación judicial firme. Pero en la política mexicana donde “lo que parece es”, la carga simbólica de los rumores basta para comprometer posiciones.
Desde hace meses, López Beltrán ha adoptado un perfil cada vez más bajo. No concede entrevistas. Evita liderar actos partidistas. No da declaraciones. Y sin embargo, sigue en el centro de las discusiones internas. Su poder —o la percepción de él— no es residual: no se ve, pero tampoco se disuelve. Por ello su silencio construye presencia y su ausencia alimenta sospechas.
En un Consejo Nacional cuyo objetivo era cerrar filas y escenificar unidad, la silla vacía de Andy proyectó lo contrario: una tensión irresuelta. Andy se convierte en una interrogación más que en un activo.
En ese contexto el partido ha mostrado una torpeza comunicacional alarmante. En lugar de acotar la narrativa con una versión oficial sólida y creíble, dejó que los vacíos fueran llenados por filtraciones, versiones periodísticas y teorías de conspiración. Entre ellas, las más delicadas son las que vinculan a López Beltrán —aunque sea indirectamente— con el universo de “Los Chapitos” o con estructuras de financiamiento ilícito. Aun cuando nada de esto haya sido probado, el solo hecho de que el nombre del secretario de Organización esté asociado a estas narrativas debería activar una respuesta institucional previa o inmediata. No para defenderlo con slogans, sino para blindar al partido de consecuencias mayores.
Nada de eso ha ocurrido. Craso error porque en la política del poder total, el silencio no es prudencia. Es desconexión. Y Morena, que presume cohesión y disciplina, no puede permitirse vacíos justo cuando se juega su propio proceso de transformación interna. La “Cuarta Transformación” ha entrado en su fase de autodefinición: o evoluciona hacia una institucionalidad clara y transparente, o se encapsula en lealtades hereditarias, silencios funcionales y redes opacas.
El caso de Andy es más que una anécdota. Es una prueba para Morena. Lo que está en juego no es un nombre, sino un modelo de conducción política. Si la ausencia del hijo de AMLO tiene más impacto que la presencia de toda la dirigencia nacional, entonces el problema no es Andy, es el sistema que lo ha entronizado antes de tiempo.
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