Asuntos de Estado
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Puebla tiene un problema:
el alcalde de Cuyoaco

El poder no es una prerrogativa personal sino una función pública. Y cuando quien lo ejerce deforma esa responsabilidad en una herramienta de intimidación o violencia, es obligación del Estado —y no sólo de la opinión pública— activar los contrapesos. Hoy, ese llamado tiene nombre y apellido: Iván Camacho Romero, presidente municipal de Cuyoaco.

El alcalde ha protagonizado dos episodios sucesivos de agresión y abuso de autoridad que ya no pueden ser reducidos a “excesos de carácter”. En el primero, en una tienda de Angelópolis, amenazó verbalmente a empleados que se negaron a reembolsarle una compra. Fue grabado lanzando frases como

no saben con quién se están metiendo

...mientras su pareja y escoltas intimidaban al personal con insinuaciones de levantones. En lugar de disculparse, culpó a sus subordinados y se deslindó con cinismo burocrático.

Pero el segundo incidente trasciende el terreno de lo bochornoso para entrar en lo criminal. Una grabación muestra a Camacho Romero conduciendo su vehículo en plena oscuridad, sobre la carretera Puebla-Cuapiaxtla, mientras persigue y cierra reiteradamente el paso a un autobús ADO cargado con más de 30 pasajeros. Durante varios minutos —y en plena vía— se atraviesa de forma deliberada, realiza maniobras de bloqueo y termina colocando su automóvil horizontal frente a la unidad hasta detenerla por completo. Todo esto, mientras lanza improperios con gestos violentos e intimidantes al conductor, que en todo momento se comporta con extrema prudencia.

No se trata aquí sólo de una escena de abuso. El edil puso en riesgo directo la vida de decenas de personas inocentes. La conducta registrada —no un rumor, no una acusación, sino una evidencia fílmica— obliga a preguntarse si estamos ante un presidente municipal que no sólo abusa del poder, sino que representa un riesgo público.

El artículo 13 de la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Puebla establece que los servidores públicos “ejercerán sus funciones con legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia”. No hay espacio aquí para el arrebato violento, el desorden emocional o la actuación intimidante.

Además, el artículo 109 fracción VIII señala como causal de responsabilidad el uso indebido del cargo que “vulnere derechos o ponga en riesgo la integridad de las personas”. ¿Qué más se necesita para que el Congreso del Estado active su facultad de revisión y determine si el alcalde de Cuyoaco cuenta con las condiciones mínimas para seguir en funciones?

Y no sólo se trata de legalidad. Se trata de sentido común institucional. ¿Qué tipo de estabilidad puede garantizar un presidente municipal que explota ante un reembolso o se transforma en perseguidor nocturno en la carretera? ¿Qué garantías tiene la ciudadanía de Cuyoaco de que su edil no actuará con la misma furia contra ciudadanos comunes, opositores o funcionarios que lo incomoden?

Hasta ahora, el único pronunciamiento institucional ha sido un comunicado tibio del alcalde, y el respaldo automático de su partido, el PRI, que lo arropa con reflejo corporativo. La diputada Delfina Pozos incluso lo defendió públicamente, como si las imágenes no hablaran por sí solas.

Por su parte, el gobernador Alejandro Armenta —quien ha insistido en que los servidores públicos deben actuar con humildad y cercanía— se limitó a declarar que “no somos virreyes”. Pero el problema ya no es el ego inflado del edil. El problema es que su conducta raya en lo desequilibrado. Y si las instituciones del estado no lo frenan, entonces son cómplices pasivos de la amenaza que representa.

La Ley Orgánica Municipal del Estado de Puebla permite al Congreso local iniciar procedimientos cuando un alcalde pone en riesgo el orden público o incumple con los principios constitucionales de su encargo. No es una persecución, es una obligación democrática. Más aún cuando hay evidencia pública, riesgo a terceros y reincidencia.

El comportamiento de Iván Camacho Romero debe ser evaluado no desde el fuero político, sino desde su idoneidad psicológica, ética y jurídica para seguir gobernando. Fue electo, sí. Pero ser electo no lo hace intocable, y mucho menos apto.

Hoy el Congreso del Estado y el Gobierno de Puebla tienen la oportunidad de enviar un mensaje claro: que en Puebla el poder no justifica el abuso, y que el desequilibrio emocional, cuando se combina con un cargo público, no es anécdota: es una amenaza latente.