En menos de una década, el grupo criminal La Barredora pasó de ser una estructura delictiva local en Tabasco a una red con presencia en Campeche, Veracruz y Puebla. La expansión coincidió con el paso de Hernán Bermúdez Requena por la Secretaría de Seguridad estatal, bajo la protección directa de Adán Augusto López. Hoy, mientras el presunto líder criminal permanece prófugo, su padrino político coordina a los senadores de Morena y niega toda responsabilidad.

RG Revista — La historia de La Barredora no puede entenderse sin las trayectorias cruzadas de Adán Augusto López y Hernán Bermúdez Requena, quienes se conocen desde hace más de 30 años, desde que ambos formaban parte del PRI madracista en Tabasco. En aquel entonces compartieron funciones en el Gobierno interino de Manuel Gurría Ordóñez: el primero como subsecretario de Gobierno; el segundo, como director de Seguridad Pública.

Décadas después, tras una ruta partidista que llevó a Adán Augusto del PRI al PRD y luego a Morena, el exsecretario de Gobernación decidió colocar a Bermúdez como su titular de Seguridad Pública en Tabasco. El nombramiento, lejos de ser circunstancial, se mantuvo incluso después de que Guacamaya Leaks revelara en 2022 que el Ejército había vinculado al funcionario con el grupo criminal La Barredora.

Durante cuatro años —de 2019 a 2024— el “Comandante H” operó con total impunidad desde la cúpula de seguridad estatal. Mientras tanto, el grupo criminal que encabezaba expandía su influencia territorial: primero en el sur de Veracruz, después en Campeche, y más recientemente en zonas industriales de Puebla, donde informes de inteligencia federal lo vinculan con redes de tráfico de migrantes y robo de hidrocarburos en ductos de Pemex.

El caso se convierte en emblema del modelo de captura institucional que define a ciertas administraciones estatales de la Cuarta Transformación: lealtades personales por encima del interés público, y opacidad como norma de gestión. La Barredora floreció no porque haya burlado a las autoridades, sino porque sus líderes eran las autoridades.

La dimensión del escándalo escaló en febrero de 2025, cuando la Fiscalía de Tabasco giró una orden de aprehensión contra Bermúdez por delitos de asociación delictuosa, extorsión y secuestro. El nuevo gobernador, Javier May, instruyó cambios inmediatos en el aparato de seguridad estatal, y la colaboración con la federación permitió obtener ficha roja de Interpol. El saldo inmediato fue una reducción del 45% en homicidios en la entidad.

Pero las consecuencias políticas del caso apenas comienzan. La diputada Noemí Luna y la excandidata presidencial Xóchitl Gálvez han denunciado públicamente a Adán Augusto López por su presunta complicidad con el crimen organizado. Las acusaciones incluyen no solo su omisión al frente de la Secretaría de Gobernación, sino también su silencio cómplice mientras su exfuncionario consolidaba una red criminal que dejó un rastro de sangre y corrupción en varios estados.

El vínculo entre crimen y política en este caso es estructural, no anecdótico. Lo demuestra la secuencia de hechos: un funcionario con antecedentes judiciales graves es colocado al frente de la seguridad estatal, mantiene el cargo a pesar de informes militares comprometedores, y abandona el gobierno solo cuando cambia el poder. Más aún, el responsable político de su nombramiento y protección hoy dirige a la bancada oficialista en el Senado.

La presidenta Claudia Sheinbaum ha intentado minimizar el impacto institucional del caso, asegurando que no existe una carpeta de investigación contra López Hernández. Pero el argumento técnico no resuelve el fondo político: ¿cómo se explica que un alto funcionario del Estado mexicano haya desconocido información de inteligencia nacional sobre su propio secretario de Seguridad?

La respuesta del propio Adán Augusto es reveladora: dijo haberse enterado de las actividades de La Barredora por las filtraciones de Guacamaya Leaks, no por informes del Ejército. En otras palabras, admitió haber gobernado sin acceso —o sin interés— a los reportes estratégicos de seguridad nacional.

Mientras tanto, los efectos de La Barredora siguen vigentes. En Campeche, la Guardia Nacional ha intensificado operaciones en rutas migratorias que presuntamente controlaba el grupo. En Veracruz, investigaciones federales han documentado nexos con estructuras locales del narcomenudeo. En Puebla, informes del Centro Nacional de Inteligencia lo vinculan con tomas clandestinas en la región de Tepeaca, así como con empresas fachada involucradas en obra pública menor.

El caso del Comandante H no es un desliz ni un exceso individual: es el síntoma de una lógica de poder en la que el control de las instituciones vale más que su legalidad. Una lógica que no distingue entre partidos, que se reproduce en los márgenes del Estado, y que convierte a los cuerpos de seguridad en instrumentos de protección criminal cuando se subordinan a lealtades políticas en vez de a la ley.

Hoy, Bermúdez está prófugo y López Hernández permanece en el Senado. El primero con orden de captura, el segundo sin consecuencias. Pero ambos pertenecen a una misma historia, una que el país no ha terminado de contar: la historia de cómo el crimen no se infiltra al poder, sino que se organiza desde él.