En un taller de Culiacán, un mecánico de 58 años empacaba seis kilos de fentanilo con destino a Estados Unidos. El cargamento, oculto en un compartimento fabricado a mano, era parte de una operación que involucró vigías, sobornos y un agente fronterizo supuestamente comprado.

InfoStockMX — Bajo la luz intensa de una linterna, las manos enguantadas del mecánico se movían con precisión. Sobre una mesa improvisada, seis paquetes envueltos en aluminio recibían un rociado de líquido con olor a cloro, un truco para despistar a los perros entrenados. Debajo, una capa de papel carbón protegía la droga de los rayos X. Afuera, autos viejos y sin cofre se oxidaban bajo un cielo negro, entre gatos hidráulicos, rollos de cable y trapos grasientos.

Era una carga pequeña para sus estándares: seis kilos de fentanilo, valuados en 90 mil dólares, con destino final en Arizona. Durante dos décadas había servido al Cártel de Sinaloa, reparando y cargando vehículos con cocaína, metanfetaminas y, en años recientes, el opioide sintético que ha detonado una crisis de salud pública en Estados Unidos. “Ojalá que este sea mi último encargo”, confesó. Sabía que en ese mundo la retirada voluntaria es casi imposible.

La misión, reconstruida por The New York Times a partir de entrevistas con cinco miembros del cártel, muestra la precisión de un engranaje criminal capaz de adaptarse bajo presión. La ruta comenzaba en un bastión de la organización en Culiacán, atravesaba retenes militares y llegaba a la frontera, donde una red de contactos —incluido, según los testimonios, un agente estadounidense corrupto— aseguraba el paso.

El conductor asignado viajaba detrás de un segundo vehículo ocupado por halcones que monitoreaban cualquier movimiento sospechoso: un retén improvisado, un auto estacionado demasiado tiempo al borde de la carretera, soldados donde antes no había. La ruta alternaba entre autopistas y caminos de terracería, siempre planificada para evitar puntos de control. En al menos cuatro retenes militares, el paso estaba garantizado mediante sobornos previamente acordados.

A unos 112 kilómetros al sur de Tucson, en las afueras de Nogales, la operación se detuvo. El agente fronterizo avisó que el vehículo había sido identificado. Tres días después, con la tensión acumulada, llegó la señal para retomar el viaje. El cruce se realizó por el puerto de Mariposa y, según el conductor, la droga llegó intacta a Tucson para continuar hacia California.

La travesía coincidía, en gran medida, con los métodos descritos por la DEA y la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos. Las acusaciones de corrupción no fueron confirmadas por las autoridades, aunque ambos países reconocen la complejidad de frenar una cadena de suministro que combina disciplina logística, corrupción y violencia.

Mientras este cargamento avanzaba en silencio, la presión contra el Cártel de Sinaloa se intensificaba. El expresidente Donald Trump ordenó al Pentágono actuar contra cárteles designados como organizaciones terroristas. México, bajo esa presión, desplegó tropas para debilitar al grupo, que enfrenta además luchas internas.

En paralelo, las autoridades mexicanas anunciaron el desmantelamiento de un laboratorio clandestino en Chiapas, donde se aseguraron 2.5 toneladas de metanfetamina, más de 300 tambos con precursores y cuatro camiones. En Guerrero, otra operación permitió incautar 2,688 kilos de sosa cáustica, 1,575 kilos de sustancia cristalina y 7,400 litros de líquidos químicos.

Los inmuebles quedaron bajo resguardo y las investigaciones continúan. Sin embargo, la escena inicial —un taller oscuro, un hombre rociando cloro sobre paquetes metálicos— recuerda que, aun bajo presión y con golpes constantes, el Cártel de Sinaloa sigue encontrando la forma de mover su mercancía más letal.