México enfrenta una disyuntiva: mientras gran parte del continente redefine su geopolítica en torno a separar al crimen organizado del poder político, el país parece atrapado entre la erosión institucional y la persistencia de la violencia criminal.
La geopolítica en el continente cambió en los últimos veinticinco años. Después de la Guerra Fría, las Américas vivieron un periodo de consolidación democrática que parecía irreversible: de 35 países, 34 cerraron el siglo XX como regímenes democráticos. Sin embargo, la irrupción del “socialismo” del siglo XXI, sostenido por la alianza entre Cuba, Venezuela y Brasil, abrió un ciclo en el que las dictaduras se reciclaron bajo formas de narcoestados, amparando a redes criminales transnacionales y abriendo la puerta a la influencia de China, Rusia e Irán. Ante ese panorama, Estados Unidos y varias democracias latinoamericanas redefinieron su política exterior con un objetivo central: separar al crimen del poder político.
En países como Ecuador, Chile, El Salvador y Perú, la aplicación de medidas de ley más severas, la cooperación internacional y el endurecimiento institucional muestran un esfuerzo por enfrentar al crimen organizado como amenaza existencial. Naciones con tradición ambigua en este tema, como México, han dado pasos parciales con extradiciones de narcotraficantes y operativos coordinados, aunque de manera insuficiente y bajo la constante tensión de un discurso soberanista que minimiza la magnitud del problema.
El contraste con las democracias que han enfocado sus baterías en contra del crimen organizado revela un rezago preocupante. Mientras varios gobiernos del continente entienden que no hay democracia viable si el crimen captura las instituciones, en México los contrapesos políticos se han debilitado: el Poder Judicial ha sido reformado con tintes de represalia, los órganos autónomos han perdido independencia y el sistema electoral enfrenta acusaciones de manipulación y clientelismo. La erosión institucional coincide con un escenario en el que grupos criminales ejercen control territorial parcial y crece la capacidad de intimidación política, cuestionando así la vigencia de la democracia mexicana.
La proliferación del llamado huachicol fiscal es otra muestra de la fragilidad institucional mexicana. Las redes de factureras, el uso masivo de comprobantes falsos y los esquemas de evasión y lavado de dinero no solo vacían las arcas públicas, sino que operan bajo un manto de impunidad que revela la captura parcial del Estado por intereses criminales y políticos. La incapacidad para erradicar este fenómeno exhibe un doble deterioro: por un lado, la debilidad de las instituciones tributarias y judiciales; por el otro, la normalización de prácticas ilícitas que financian tanto a estructuras partidistas como a organizaciones delictivas, borrando la línea entre economía formal, corrupción y crimen organizado.
La nueva geopolítica de las Américas se encamina hacia una mayor cooperación entre Estados para frenar a los regímenes que amparan el narcoterrorismo, con Venezuela como epicentro. Sin embargo, México no aparece plenamente alineado a esa corriente. La ambigüedad frente al crimen, la narrativa que protege la idea de soberanía por encima de la cooperación, y la simultánea degradación de las instituciones democráticas colocan al país en un terreno intermedio: ni consolidado como democracia funcional, ni plenamente enrolado en la lucha hemisférica contra el crimen organizado.
El dilema no es menor. Si América camina hacia un nuevo pacto para aislar al crimen de la política, México corre el riesgo de quedarse fuera de esa transformación regional. La democracia en el país ya no puede darse por sentada: su vigencia depende de la capacidad de reconstruir contrapesos, enfrentar al crimen sin concesiones y realinearse con la ruta que hoy recorren las democracias de las Américas.
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