El oficialismo alineó al Ejecutivo, al Congreso y a la Suprema Corte, en un proceso cuestionado por baja participación, irregularidades y la cancelación práctica de los contrapesos democráticos.
Región Global: Editorial — Después de más de treinta años de alternancia política y de gobiernos divididos, Morena y sus aliados tomaron ayer el control total de los tres poderes de la Unión. La presidenta Claudia Sheinbaum encabeza el Ejecutivo; en el Legislativo, Sergio Gutiérrez y Laura Itzel Castillo conducen las cámaras; y en la Suprema Corte, un nuevo presidente, Hugo Aguilar, exfuncionario en la gestión de Andrés Manuel López Obrador, asegura la alineación judicial.
El Senado tomó protesta a las y los nuevos ministros de la Corte, junto con 869 jueces federales electos en un proceso donde apenas participó el 13% del padrón, con denuncias de inducción del voto mediante “acordeones”. Así quedó sellada la reforma judicial impulsada por el oficialismo, que elimina de facto la independencia judicial.
En su Primer Informe de Gobierno, Sheinbaum proclamó que la Cuarta Transformación se profundiza. Alardeó de 19 reformas constitucionales en un año y colocó como “prioritaria” la del Poder Judicial. El mensaje fue claro: sin contrapesos, las reformas avanzan al ritmo del partido gobernante.
El nuevo ministro presidente, Hugo Aguilar Ortiz, rechazó que se trate de una “Corte del acordeón” y anunció un plan de austeridad con ahorros por 300 millones de pesos y un nuevo emblema institucional: un bastón de mando indígena agregado al logotipo de la Suprema Corte. La simbología del poder se redibuja para legitimar una estructura que ya responde a una sola fuerza política.
En el Congreso, la “supermayoría” de Morena, PT y PVEM —validada por el INE y el Tribunal Electoral— permite reformas constitucionales sin negociación con la oposición.
La entrega del informe presidencial se convirtió en una batalla política. Entre gritos de “¡Es un honor estar con Obrador!” y acusaciones de “narcogobierno”, opositores como Alejandro Moreno, líder del PRI, hablaron de “terrorismo de Estado” y de una estrategia de persecución política. El oficialismo respondió con consignas, evidenciando que los espacios de debate parlamentario son cada vez menos deliberativos y más de confrontación.
Con este panorama, México se adentra en una etapa en la que un solo bloque político concentra los resortes de poder, diluye los contrapesos y redefine las reglas del juego democrático. Lo que antes se llamaba equilibrio entre instituciones, hoy se traduce en una sola pregunta que resuena: ¿todo el poder para qué?
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