Sin licitaciones públicas, sin competencia abierta y al margen de los mecanismos básicos de transparencia, Carlos Slim ha concentrado en sus manos los activos petroleros y de gas natural más valiosos de Pemex. Con los campos Lakach, Zama y un nuevo contrato para perforar 32 pozos en zonas estratégicas, el magnate más poderoso de México redefine su imperio y el futuro energético del país.
RG Revista — Durante décadas, Slim fue sinónimo de telecomunicaciones, pero su más reciente incursión en el sector energético marca un viraje de gran calado. Mientras Pemex se sostiene con recursos del erario y enfrenta una crisis técnica y financiera que amenaza su viabilidad, el empresario ha tejido una red de adquisiciones que lo coloca como el nuevo socio mayoritario de facto de la petrolera estatal.
El movimiento comenzó con la compra del campo Lakach, continuó con la adquisición de Zama —antes operado por la familia Baillères y asesorado por Gustavo Hernández García, exdirector de Pemex Exploración y Producción— y culmina con la reciente asignación directa que incorpora 32 pozos a su portafolio energético.
La paradoja es evidente: los yacimientos fueron descubiertos durante la reforma energética de Enrique Peña Nieto, la misma que Andrés Manuel López Obrador calificó como “la entrega del petróleo al sector privado”. Hoy, esa entrega se consuma sin rondas públicas, sin competencia ni observadores internacionales. Lo que antes se realizaba bajo el disfraz de licitaciones amañadas, ahora ocurre a plena luz, sin pudor institucional ni contrapesos efectivos.
La historia empresarial de Carlos Slim en la obra pública mexicana está marcada por proyectos emblemáticos y también por tragedias. La Línea 12 del Metro de la Ciudad de México, donde 26 personas murieron en 2021, fue construida por su grupo. El peritaje técnico reveló modificaciones estructurales que comprometieron la seguridad, pero el informe fue reservado. Slim fijó sus propias condiciones de reparación e indemnización y logró salir ileso política y judicialmente del caso.
Otro episodio fue el Nuevo Aeropuerto Internacional de Texcoco. Cancelado en 2018 por López Obrador bajo acusaciones de corrupción y daño ambiental, su rescate financiero recayó en los contribuyentes. El pago del TUA (Tarifa de Uso de Aeropuerto) se prolongará durante décadas y representa hasta el 60% del precio de los vuelos nacionales, beneficiando a los tenedores de bonos, entre ellos Slim. En una jugada especulativa, el magnate adquirió más bonos tras el anuncio de la cancelación, maximizando su ganancia en medio del desastre financiero.
El mismo empresario se ha beneficiado de la construcción del Tren Maya, participa en el tren Monterrey-Laredo y en proyectos de perforación en pozos estratégicos. Los grandes planes de infraestructura del Estado mexicano —en conectividad, transporte y energía— se concentran así en un solo conglomerado privado, cuyo historial en seguridad y rendición de cuentas genera severas dudas.
Del monopolio telefónico al energético
El ascenso de Slim sigue el patrón clásico del capitalismo de cuates. Desde Miguel de la Madrid hasta los gobiernos panistas, todos contribuyeron a consolidar su poder. Carlos Salinas le entregó Telmex en condiciones ventajosas, y sus sucesores toleraron prácticas monopólicas que durante años frenaron la competencia y mantuvieron precios altos en telefonía e internet.
Mientras figuras como Elon Musk, Jeff Bezos, Satya Nadella o Reed Hastings impulsaron transformaciones tecnológicas que redefinieron sectores enteros —desde la movilidad eléctrica y la exploración espacial hasta el comercio electrónico y el entretenimiento digital—, Slim levantó su fortuna al amparo de concesiones públicas. Su éxito no proviene de la invención o la disrupción tecnológica, sino de su habilidad para capturar instituciones y rentas estatales. Con su incursión en el petróleo, repite la fórmula: concentración, privilegio regulatorio y control de mercados estratégicos.
El sector de las telecomunicaciones es el mejor espejo de ese modelo. Durante más de dos décadas, Telmex y América Móvil dominaron el mercado mexicano, manteniendo tarifas entre las más altas de América Latina mientras en otros países los precios caían por efecto de la competencia. Cada intento de apertura —ya fuera por parte de operadoras europeas o estadounidenses— fue frenado mediante litigios, presiones regulatorias y una red de influencia política que blindó su posición. El resultado fue un retraso estructural en conectividad e innovación digital que afectó a millones de usuarios. Paradójicamente, en países como Chile o Brasil, donde Slim opera bajo marcos regulatorios más exigentes, los servicios de telefonía e internet resultan más baratos, rápidos y competitivos, demostrando que su modelo solo prospera en entornos donde el Estado abdica de su papel regulador.
Un país sin contrapesos
El riesgo ahora es que Slim replique en el sector energético lo que hizo con las telecomunicaciones: un México cautivo, dependiente de un solo proveedor. Los indicios apuntan en esa dirección. La falta de contrapesos agrava el panorama. Los organismos empresariales —de Monterrey, Guadalajara y Ciudad de México— guardan silencio. En cada reunión con la presidenta Claudia Sheinbaum, el magnate está presente, como lo estuvo antes con López Obrador.
La fotografía es la misma: el empresario omnipresente junto al poder político, el mismo que apareció en la inauguración de la Línea 12, el que negoció el rescate de Texcoco y ahora administra pozos de petróleo y gas sin licitación ni competencia.
Este patrón se ajusta al concepto de “instituciones extractivas” formulado por los economistas Daron Acemoglu y James Robinson: estructuras de poder que permiten a una élite apropiarse de los recursos públicos, limitar la competencia y perpetuar su control mediante el aparato estatal. En tales entornos, las decisiones económicas responden a intereses concentrados, no al bienestar colectivo, lo que inhibe la innovación, reduce la productividad y erosiona el crecimiento de largo plazo. En los últimos años, México ha mostrado síntomas claros de esta dinámica: alta concentración de mercado, captura regulatoria y deterioro institucional que consolidan un modelo de desarrollo excluyente.
Pemex muere, Slim se levanta
Mientras tanto, Pemex agoniza. La producción se estanca, la deuda aumenta y los yacimientos estratégicos —los mismos descubiertos por la reforma energética que el actual gobierno descalificó— pasan a manos privadas sin rendición de cuentas. Slim no invirtió en exploración ni desarrolló tecnología petrolera; simplemente capitalizó su influencia en el momento adecuado.
Detrás del discurso de soberanía energética y del relato anti-neoliberal se esconde una transferencia silenciosa de activos públicos a manos privadas. Cambian los nombres, los partidos y las narrativas, pero la estructura de poder permanece. Carlos Slim, señalado en su momento como símbolo de “la mafia del poder”, es hoy su rostro más visible: aliado del gobierno, operador de los grandes proyectos nacionales y nuevo zar del petróleo y el gas mexicano.
Las preguntas finales son inevitables: ¿dónde están los reguladores?, ¿el Congreso?, ¿el escrutinio público? La respuesta es tan clara como preocupante: en ninguna parte. Solo queda el silencio institucional y la certeza de que, una vez más, serán los ciudadanos quienes paguen la factura de una concentración oligárquica disfrazada de política nacional.


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