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Publicado por Katherine Castelán

Columnista especializada en negocios

De “el abogado tal” a nombres que condensan identidad, valores y propósito: la era digital ha transformado la manera en que nos presentamos al mundo.

Años atrás era común que nos presentaran como “el abogado tal”, “el ingeniero tal” o “la doctora tal”. Hoy, esa forma de referirse ha quedado atrás. Y aunque podría parecer un simple cambio cultural, la razón va más allá: es una transformación profunda en la manera en que construimos nuestra identidad profesional.


Figuras y Negocios

El personal branding ha cobrado fuerza en los últimos años, impulsando el deseo de que nuestro nombre —y no solo nuestra profesión— represente una identidad multifacética. Buscamos que, al mencionarnos, se evoque no solo lo que hacemos, sino también lo que pensamos, lo que creemos y, en muchos casos, el impacto que generamos en nuestra comunidad.

Como señala Andrés Pérez Ortega (2008), el personal branding debe ser una herramienta para transmitir conocimientos, seguridad, profesionalismo, innovación y buenas relaciones sociales. Todo ello con el objetivo de posicionarnos como referentes en la mente de los demás.

Pero construir una marca personal no es tarea sencilla. Requiere tiempo, casi tanto como obtener un título profesional. Implica introspección, claridad sobre nuestras fortalezas y debilidades, y la capacidad de identificar aquello que nos distingue en un mercado donde todos “ya son algo”.

No obstante, esta búsqueda de posicionamiento ha generado una paradoja: la necesidad de proyectar una imagen “perfecta” ha modificado incluso nuestro comportamiento digital. Hoy, pocas personas tienen una sola cuenta en redes sociales. Es común mantener un perfil “profesional” y otro más informal, donde se puede interactuar con mayor libertad, sin temor a romper la narrativa cuidadosamente construida.

Este fenómeno no surgió de la nada. Se fue gestando con el tiempo: desde el momento en que las empresas comenzaron a pedir nuestras cuentas de Facebook al aplicar a un trabajo, hasta el presente, en el que los nombres de los influencers representan marcas antes que personalidades. En este contexto, el anonimato se ha convertido en un lujo.

Por eso, cada vez más personas buscan espacios donde puedan conectar con otros desde sus intereses reales, sin ser juzgados como “profesionales”, “creativos” o “marcas”. Lo que se busca, más que exposición, es comunidad: un lugar donde compartir sin filtros, explorar sin etiquetas y construir vínculos desde lo que somos, no solo desde lo que proyectamos.

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