El sábado primero de noviembre de 2025, en Uruapan, el Estado mexicano no falló. Directamente se rindió. Carlos Manzo, alcalde independiente del segundo municipio más poblado de Michoacán, cayó acribillado durante la Fiesta de las Velas.

Editorial

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Rodeado de cientos de ciudadanos, de cámaras de celulares, y—supuestamente—de 14 elementos de la Guardia Nacional que tenían una sola tarea, mantenerlo vivo, fracasaron. Mientras el alcalde encendía una vela simbólica junto a su hijo, un sicario descargó su arma con la certeza de quien sabe que el único riesgo de su operación es fallar el tiro, no enfrentar consecuencias. No se equivocó. En Michoacán, donde entre 2018 y 2025 más de una docena de alcaldes han sido ejecutados, no hay un solo caso con sentencia firme. Ni uno.

Esta no fue una falla de inteligencia ni un descuido operativo. Es el colapso completo de la autoridad del Estado frente al crimen organizado. Es la confirmación brutal de que en regiones enteras de México, el gobierno no gobierna: administra la derrota, negocia la rendición, maquilla las estadísticas y vende cuentos de éxito mientras los cadáveres se apilan. Manzo había denunciado amenazas. Pidió ayuda una y otra vez. La presidenta Claudia Sheinbaum respondió con la misma fórmula hueca de siempre: "No vamos a regresar a la guerra contra el narco". Como si la guerra no estuviera ya en marcha. Como si los sicarios necesitaran permiso presidencial para ejecutar. La respuesta de Sheinbaum no fue una política de Estado; fue una carta blanca a los criminales. Y ellos la leyeron perfectamente.

Tardó más de 12 horas en condenar el asesinato. El subsecretario de Estado estadounidense, Christopher Landau, se pronunció antes que ella. La promesa de justicia para Manzo no es un compromiso; es un insulto a la inteligencia pública. Es pedirle al país que finja demencia colectiva y olvide que la impunidad no es una anomalía del sistema: es el sistema.

Manzo no fue asesinado a pesar de la protección federal. Fue asesinado con protección federal. Esa es la diferencia. Esos 14 guardias nacionales no desaparecieron por arte de magia cuando sonaron los disparos. Estaban ahí. En algún lugar. Haciendo nada. Cobrando su sueldo. Cumpliendo órdenes de no cumplir órdenes. Porque en el México de Sheinbaum, igual que en el de su predecesor, la consigna no es proteger. El problema no es que el Estado sea débil. El problema es que ha decidido serlo. Ha elegido la cobardía como estrategia y la inacción como doctrina. Y cuando un alcalde independiente, sin partido, sin maquinaria, sin los pactos subterráneos que en Michoacán significan sobrevivir, decide romper las reglas del miedo y gobernar sin arrodillarse ante el narco, el Estado lo abandona. Lo deja solo.

Manzo llegó al poder en septiembre de 2024 con una promesa tan elemental como temeraria: romper el pacto tácito con el crimen organizado. Dijo lo que nadie se atreve a decir en voz alta: que no haría tratos con ellos. Se puso chaleco antibalas y patrulló carreteras y bosques. Días antes de su muerte, admitió con honestidad brutal: "No quiero ser un alcalde más de los ejecutados". No se echó para atrás. Hoy, esa frase resuena como epitafio.

Pidió Ayuda

Manzo pidió ayuda. Una y otra vez. Denunció amenazas. Buscó eco en los medios para llamar la atención del gobierno federal, porque el estatal—encabezado por el morenista Alfredo Ramírez Bedolla— no sirve, como quedó demostrado. La respuesta de Sheinbaum fue la de siempre: "No vamos a regresar a la guerra contra el narco". Nadie le pedía guerra. Le pedían presencia.

Al abandonar a Manzo, al descalificarlo públicamente con esa demagogia que caracteriza al discurso oficial, el gobierno federal se convirtió en cómplice involuntario de los criminales. No fue una acción concertada, pero el resultado es el mismo: un alcalde valiente quedó expuesto, vulnerable, marcado. Los sicarios interpretaron el silencio presidencial como lo que era: luz verde. Y un hombre cambió su vida por la del alcalde.

En Uruapan, donde los cárteles regulan desde el precio del aguacate hasta el número de patrullas que pueden circular en una colonia, el desafío de Manzo fue más que una postura política. Tocó la herida más profunda del sistema: el control del crimen organizado sobre una ciudad estratégica para el comercio del aguacate y la producción de metanfetaminas. Por eso lo ejecutaron en público. Como escarmiento. Como lección. Como recordatorio de que en Michoacán, como en Guanajuato o cualquier otro lugar en México, “la vida no vale nada”.