La reaparición crítica de Ernesto Zedillo encendió una exagerada ofensiva del oficialismo que, lejos de debatir argumentos institucionales, respondió con linchamiento, viejos temas y acusaciones sin evidencia real. El centro del conflicto en está lucha va más allá del debate democratico: Se trata de silenciar al expresidente aplicando todo el poder del Estado.

CDMX - Ernesto Zedillo Ponce de León reapareció en el espacio público con una serie de textos que incomodaron al poder. Su crítica fue directa: el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y su sucesora, Claudia Sheinbaum, han desmontado los pilares de la democracia mexicana. Su denuncia se centra en la reforma judicial, la cual —según él— fue aprobada violando la Constitución y consolidando el control del partido en el poder sobre el sistema institucional.

Lejos de contestar con argumentos, la respuesta del oficialismo fue inmediata y brutal. En la conferencia matutina del 1 de mayo, la presidenta Sheinbaum desempolvó un expediente simbólico: el Fobaproa. Presentado como “el mayor saqueo a las arcas del país”, se proyectó incluso un breve documental para refrescar la narrativa de que el expresidente fue cómplice de una estructura neoliberal diseñada para beneficiar a banqueros y empresarios.

El rescate bancario, convertido en ley por el Congreso en 1998, fue invocado no para explicar o analizar, sino para linchar. La presidenta aseguró que en aquella época “millones de familias” perdieron todo mientras “los grandotes” fueron salvados sin consecuencias. El tono fue emocional y sentencioso, y apuntó directamente al reposicionamiento de Zedillo como amenaza política.

La crítica se tornó acusación penal: Sheinbaum sugirió investigar posibles nexos del expresidente y su esposa con el narcotráfico, sin presentar pruebas ni abrir procedimientos formales. La intención fue clara: deslegitimar al mensajero sin responder al mensaje. Esta línea de ataque replica el estilo de comunicación instaurado por López Obrador, donde el desacuerdo político se convierte en acusación criminal.

La intervención del titular de la Unidad de Inteligencia Financiera, Pablo Gómez, reforzó el tono moralista. Definió el Fobaproa como “una tragedia” causada por falta de patriotismo y responsabilidad. El juicio fue ético, no técnico. Se evitó todo contexto económico de la crisis de 1994, y se ignoraron las auditorías y aprobaciones legislativas que respaldaron el rescate.

Zedillo, por su parte, ha explicado los hechos. Recordó que el Fobaproa fue revisado por órganos independientes y aprobado en el Congreso. Aprovechó para exigir el mismo estándar de escrutinio a las obras insignia del lopezobradorismo: el aeropuerto de Texcoco, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya. Denunció cancelaciones sin sustento técnico, sobrecostos y daños ecológicos irreparables.

Más allá de una defensa personal, Zedillo ha hecho un llamado a recuperar el debate público con base en datos, legalidad y transparencia. “La democracia ha sido anulada”, escribió. Acusó a Sheinbaum de reproducir un estilo que privilegia la propaganda sobre la razón, el linchamiento sobre el diálogo, el discurso emocional sobre la rendición de cuentas.

El choque no es meramente político. Zedillo defiende una versión institucional, técnica, liberal. El oficialismo contraataca con una narrativa populista, maniquea, que transforma toda crítica en traición y todo pasado en amenaza. En este escenario, el pasado se convierte en arma para evitar discutir el presente. Y la pregunta de fondo sigue sin respuesta: ¿quién rendirá cuentas por el uso del poder hoy?