Ante una crítica institucional y argumentada por el expresidente Ernesto Zedillo, la presidenta Claudia Sheinbaum responde con una ofensiva emocional y selectiva: proyecta imágenes del pasado para no tener que responder por el presente. Su juicio no es político: es moral. Y no busca diálogo, sino condena.

CDMX - En el nuevo episodio del enfrentamiento entre el expresidente Ernesto Zedillo y el régimen actual, Claudia Sheinbaum ha elevado el tono. Desde el podio presidencial, acusó al exmandatario de haber sido autoritario y represor durante su sexenio. La narrativa se apoyó en un recurso visual: un documental de cinco minutos donde se enumeran hechos de violencia estatal como Aguas Blancas, Acteal, Ayutla y El Bosque.

Esta estrategia no busca explicar el presente, sino redefinir el autoritarismo según los intereses del poder en turno. Sheinbaum plantea que convocar al pueblo a votar por el Poder Judicial, permitir la libertad de expresión y evitar la censura son señales de democracia. Bajo esta lógica, cualquier crítica que advierta sobre la concentración del poder y la captura de las instituciones es vista como nostalgia autoritaria.

Pero el argumento es engañoso. No hay correlación directa entre participación ciudadana y democracia, si las elecciones están coptadas por una fuerza política y si las condiciones del debate público están marcadas por el linchamiento simbólico, la polarización forzada y la eliminación de contrapesos. Zedillo denuncia precisamente eso: el vaciamiento del proceso democrático a través de mecanismos de control disfrazados de consulta.

Además, revivir episodios dolorosos de los años noventa no constituye un análisis histórico, sino una operación retórica para deslegitimar al mensajero. Sheinbaum no refuta los argumentos sobre la reforma judicial, ni contesta los cuestionamientos sobre las obras opacas de su antecesor. En su lugar, recurre a la narrativa del “tú hiciste algo peor”, ignorando los principios de legalidad y rendición de cuentas que se exigen hoy.

Esta práctica tiene precedentes en el estilo de López Obrador: convertir el pasado en arma política, no en lección institucional. No se trata de esclarecer Aguas Blancas ni Acteal, sino de movilizar emocionalmente a la audiencia para cerrar filas con el presente. El resultado es una versión maniquea de la historia, donde todo lo que no es el régimen actual es “el viejo régimen corrupto”.

La paradoja es inquietante: una presidenta que acumula poder como nunca antes en la era democrática, se presenta como víctima de un “poder” que ya no tiene poder. Mientras tanto, Zedillo, aislado políticamente pero sólido en su argumentación, mantiene su postura: el autoritarismo no se mide por el discurso, sino por los hechos. Y entre esos hechos, está la captura del Poder Judicial, la militarización de funciones civiles y la ausencia de fiscalización efectiva.

Reflexionemos: ¿Quién es realmente autoritario? ¿El que supuestamente reprimió protestas o el que desmantela los contrapesos que impiden la represión futura? ¿El que invoca a la democracia y la división de poderes o quién usa al pueblo como escudo retórico para concentrar más poder? Estas son las preguntas que el gobierno elude al proyectar un video en lugar de dar respuestas.