Advertencia: el presente artículo no es un manifiesto político ni una crítica partidista. Se trata de un ejercicio de análisis prospectivo que con la autorización de Mexconomy presentamos, sustentado en conceptos de teoría política formal, cuyo objetivo es describir los rasgos emergentes de un nuevo modelo de poder en México, a partir de reformas e indicadores institucionales verificables. Inicialmente se presentó con carácter académico y analítico, no ideológico.

México avanza hacia una reconfiguración sistémica donde las instituciones democráticas pierden autonomía, los contrapesos se diluyen y el poder presidencial adquiere una forma inédita de concentración, bajo el ropaje discursivo de la transformación social a favor del “pueblo”.

La llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia no representa una ruptura con el pasado autoritario inmediato, ni con sus prácticas. Antes de 2027 ocurrirá la consolidación de un modelo de poder que, bajo la narrativa del “pueblo”, ejecuta una transición silenciosa pero profunda hacia un nuevo tipo de régimen. La continuidad del proyecto político iniciado por Andrés Manuel López Obrador se traduce ahora en el despliegue de lo que sus impulsores llaman el "Segundo Piso de la Cuarta Transformación", un concepto que en la práctica está dejando atrás los moldes del constitucionalismo democrático para edificar una arquitectura política centrada en la hiperconcentración del poder presidencial.

Después de la elección de jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial Federal, en junio, los indicios más claros de esta mutación no están únicamente en el discurso, sino —principalmente— en las reformas estructurales en curso. Dos iniciativas más marcarán el punto de no retorno institucional en esta transformación: la que busca revertir la autonomía de las fiscalías, y la que pretende sustituir al Instituto Nacional Electoral (INE) por un nuevo órgano de control electoral bajo las directrices del oficialismo. Ambas, previsiblemente, serán aprobadas en los periodos ordinarios de sesiones entre septiembre de 2025 y abril de 2026. Para entonces, el país ya habrá transitado formalmente de un sistema de democracia representativa a un modelo de presidencialismo hegemónico, sin necesidad de una ruptura constitucional explícita.

La ofensiva sobre las fiscalías representa el primer asalto de este nuevo diseño de poder. Lejos de reforzar la independencia judicial —un principio vital para el Estado de derecho—, la propuesta busca devolver al Ejecutivo federal la capacidad de designar y remover a los fiscales, bajo el argumento de que la autonomía impide la impartición efectiva de justicia. La contradicción es brutal: se condena el uso político de la justicia en administraciones anteriores mientras se prepara un marco legal que facilitaría precisamente ese tipo de injerencia.

Este mecanismo responde a una lógica de captura institucional, típica de los procesos de autocratización, donde las reglas del juego democrático son modificadas desde dentro, sin necesidad de abolirlas formalmente. Al subordinar las fiscalías al poder presidencial, se elimina un pilar esencial del equilibrio republicano y se garantiza una herramienta de persecución selectiva y protección corporativa para el bloque gobernante.

La segunda etapa será aún más determinante. Aún en estudio la iniciativa, se pretende la sustitución del INE por un nuevo organismo aparentemente bajo control del Congreso —y, por ende, del Ejecutivo— que romperá con uno de los logros más importantes del México democrático: la construcción de un árbitro imparcial ciudadano que garantice la competencia electoral. Esta reforma, prevista para el periodo de sesiones entre febrero y abril de 2026, se presentará como una medida de austeridad y democratización, pero en realidad abrirá la puerta al control integral del proceso electoral desde el poder presidencial por el partido gobernante.

La combinación de fiscalías subordinadas y árbitros electorales domesticados prefigura una situación límite: la judicialización y la legitimación de la política quedarían alineadas con el poder presidencial. Es el fin práctico de la división de poderes, aunque se conserve la fachada formal de pluralismo institucional.

El nuevo rostro del poder: una democracia vacía

Estas transformaciones no son improvisadas. Responden a una estrategia de largo aliento que busca establecer un régimen de democracia iliberal o, en términos más duros, una autocracia recargada: un sistema donde se mantienen elecciones periódicas, pero donde los canales de representación, control y rendición de cuentas han sido progresivamente neutralizados para ser manipulados.

El caso mexicano tiene particularidades que agravan esta tendencia. El control simultáneo del Poder Ejecutivo, Legislativo y territorial —con 24 de 32 gobiernos estatales en manos del oficialismo—, sumado a la capacidad de intervenir de facto en el Poder Judicial y en los organismos autónomos que aún sobreviven, configura un entorno político sin precedentes en la historia democrática reciente. En este contexto, las elecciones intermedias de 2027 no serán solo una disputa por el Congreso y las gubernaturas: serán el primer test electoral completo dentro del nuevo régimen.

Gobernabilidad versus democracia

El dilema no es exclusivo de México. Todo proyecto “transformador” enfrenta, en algún momento, la tensión entre control político y pluralismo institucional. Pero en el caso mexicano, esta tensión se resuelve a favor del primero, mediante la erosión sistemática de los contrapesos. No se trata de una disyuntiva entre gobernabilidad eficaz y democracia deliberativa —pues los resultados en salud, seguridad, educación, (...) desmienten cualquier supuesto de eficacia—, sino de una estrategia de control político-institucional que convierte la legitimidad electoral en coartada para desmontar los límites normativos del Estado constitucional. La concentración vertical del poder ya no es un subproducto del sistema: es su lógica interna.

El modelo emergente del Segundo Piso de la Cuarta Transformación recuerda al autoritarismo competitivo descrito por Levitsky y Way: regímenes que permiten ciertas capas y formas de participación y oposición, pero donde las reglas están tan distorsionadas que la competencia real se vuelve inviable. La paradoja es que esta transformación ocurre sin golpe de Estado, sin reforma constitucional explícita, y con un alto grado de respaldo popular. Se trata, en efecto, de un proceso de desconstitucionalización funcional, en el que las normas pierden sustancia aunque se mantengan en el papel.

¿Hacia dónde vamos?

La gran pregunta no es si el régimen está cambiando, sino qué tipo de régimen se está gestando. La respuesta no puede hallarse solo en las leyes, sino en la práctica del poder: ¿existe independencia judicial?, ¿puede la prensa operar sin temor a represalias?, ¿puede la oposición competir en condiciones reales?, ¿existe una ciudadanía informada y con capacidad de deliberar libremente?

Si estas preguntas reciben respuestas negativas de forma sistemática, entonces no estamos ante una democracia debilitada, sino ante otra cosa: un régimen nuevo, con ropaje democrático pero estructura autocrática. En otras palabras, el Segundo Piso de la Cuarta Transformación no es una continuación institucional: es una ruptura encubierta.

Las decisiones que se tomen en los próximos dieciocho meses terminarán de definir este modelo. Si se consuman las reformas pendientes y se mantiene la tendencia de concentración, México enfrentará en 2027 unas elecciones bajo un diseño de poder que poco tendrá que ver con el pluralismo que lo caracterizó durante los primeros veinte años del siglo XXI.

El debate público ya no podrá centrarse en propuestas de gobierno, sino en el tipo de régimen en que se han convertido las instituciones mexicanas. Y quizás entonces, cuando el andamiaje del nuevo orden esté plenamente operativo, se comprenda la dimensión real de esta "transformación": no como una etapa política, sino como el nacimiento de un régimen posdemocrático en nombre de la democracia misma. Como si el águila, símbolo fundacional del Estado mexicano, hubiera sido finalmente devorada por la serpiente, y esta —en un giro final— comenzara a devorarse a sí misma. Una transformación sin límites, pero también sin retorno.