Ocho meses de fuego cruzado, pueblos sitiados, convoyes armados en libre tránsito y niñas asesinadas en su propia casa. Sinaloa se desangra mientras su gobierno se esconde, pacta o simplemente huye.
ANGOSTURA, SINALOA — El conflicto entre las facciones del Cártel de Sinaloa ha dejado una estela de 402 homicidios dolosos solo en los primeros tres meses de este año: un incremento del 224% frente al mismo periodo de 2024.
La violencia ha alcanzado niveles de control territorial típicos de una guerra irregular. La mañana de este sábado, cinco camionetas abandonadas —una blindada artesanal y otra clonada del Ejército— aparecieron en el ejido Rafael Buelna, tras intensos enfrentamientos entre civiles armados y militares. La escena fue apenas una pieza más en la cadena de horrores que ha convertido a municipios como Culiacán, Angostura, Guamúchil y Mocorito en zonas de guerra sin autoridad.
Los nombres de Leydi (7 años) y Alexa (12) se suman a una lista que ya alcanza 42 menores asesinados. Sus cuerpos fueron despedidos en Culiacán esta semana. Sus padres, gravemente heridos, siguen hospitalizados. Mientras tanto, el gobernador Rubén Rocha permanece atrincherado. Ni una palabra. Ni una visita. Ni un gesto. El Congreso estatal ha desaparecido del mapa. Y el Supremo Tribunal de Justicia actúa -se dice- como brazo legal del narco, bajo el control del senador Enrique Inzunza Cázarez.
En redes sociales y en testimonios recogidos en campo, se repite una misma palabra: abandono. Comerciantes de Angostura afirman haber recibido advertencias de no abrir sus negocios. Y lo más alarmante: fuentes extraoficiales aseguran que el gobierno estatal pactó una tregua de dos semanas para permitir un ataque selectivo contra una de las facciones en disputa. El otro bando pudo tomar el control de las calles sin resistencia. La complicidad no se disimula: se organiza.
Las imágenes de la Carretera México 15 incendiada y bloqueada con escombros, ponchallantas y autos robados dan cuenta de una estrategia de terror planificada. En la vía de Topolobampo, al menos diez automovilistas fueron despojados de sus vehículos. Los convoyes armados circulan sin enfrentar resistencia. Las fuerzas estatales, municipales y federales brillan por su ausencia o regresan a sus cuarteles, inhabilitadas por ponchallantas o por órdenes superiores. En varios puntos, los sicarios recogen los cadáveres para evitar que existan cifras oficiales. Lo que no se cuenta, no existe.
Los cuerpos de seguridad apenas reaccionaron este sábado, con el despliegue de 400 elementos del Ejército, Guardia Nacional y Policía Estatal. A ellos se sumó un helicóptero y drones. Demasiado tarde. Demasiado poco. Demasiado obvio.
Sinaloa vive bajo un nuevo régimen, no declarado, pero funcional: el crimen organizado gobierna. Determina horarios, rutas, mercados y funerales. Tal parece que el gobierno civil ha cedido sus funciones básicas: proteger, juzgar, gobernar. Y lo ha hecho no por incapacidad, sino por decisión. ¿El pacto tácito con el narco es una estrategia? ¿Gobernar menos para sobrevivir más?
Mientras los convoyes cruzan impunes, mientras las niñas mueren a balazos y mientras los cuerpos desaparecen sin rastro, el discurso oficial habla de “coordinación interinstitucional” y “eventos aislados”. En el fondo, el Estado mexicano ha sido rebasado, infiltrado o sustituido. Sinaloa es hoy un laboratorio donde se prueba una forma de gobernabilidad sin ley.
¿Experimento social? ¿Fracaso del Estado? Las dos cosas. El saldo no se mide solo en cuerpos, sino en la normalización del terror. Y esa, quizás, sea la victoria más profunda del crimen organizado.
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