El 79º cumpleaños del presidente Donald Trump fue todo menos festivo. Lejos de los discursos conmemorativos, Estados Unidos vivió este sábado una de las jornadas de protesta más extendidas de su historia reciente: alrededor de 2,000 manifestaciones simultáneas tomaron plazas, parques y avenidas en los 50 estados.
EE.UU. — Desde Filadelfia hasta San Diego, desde Houston hasta Great Barrington, el país fue escenario de una movilización masiva que, bajo el lema “No Kings”, denunció lo que muchos manifestantes llamaron el creciente abuso de poder presidencial.
Las razones eran tan diversas como las multitudes que salieron a las calles: la ofensiva migratoria, los recortes al gasto social federal, el uso de fuerzas federales para contener el descontento civil, y la reciente exhibición de fuerza con el desfile militar en Washington, que coincidió con el cumpleaños de Trump.
A lo largo del día, las manifestaciones se desplegaron como una oleada nacional. En Los Ángeles, epicentro emocional y político del movimiento, la tensión escaló peligrosamente en las horas previas al toque de queda. La Policía de Los Ángeles lanzó gas lacrimógeno contra manifestantes concentrados cerca de edificios federales, después de que —según reportes oficiales— algunos individuos lanzaran piedras, botellas y fuegos artificiales.
Testigos afirman que muchos de los presentes les suplicaron a los agentes que se detuvieran, mientras otros eran dispersados a golpes de porra desde unidades montadas. “Nos trataron como si fuéramos delincuentes armados. Solo teníamos pancartas”, dijo Lorena Ávila, joven artista latina de 24 años.
Aunque los enfrentamientos violentos fueron escasos en el resto del país, la tensión latente se manifestó en episodios puntuales. En Charlotte, la policía roció un químico irritante contra manifestantes que intentaban rebasar una línea de oficiales tras el cierre oficial del acto. En Pittsburgh, tres personas fueron arrestadas durante una manifestación contra el ICE, mientras que en un barrio del norte de Atlanta la cifra de detenidos subió a ocho.
En Chicago, un tenso enfrentamiento entre cientos de manifestantes y policías duró más de dos horas, aunque sin incidentes mayores. En Springfield, Ohio, un hombre con camiseta de Trump fue arrestado tras agredir a manifestantes. Y en Culpeper County, Virginia, un joven de 21 años fue detenido tras embestir con su auto a una multitud que se dispersaba: al menos una persona fue alcanzada por el vehículo, aunque sin lesiones graves.
En St. Paul, Minnesota, el dolor se impuso sobre la protesta. Afuera del Capitolio estatal, oradores rindieron homenaje a la legisladora demócrata Melissa Hortman, asesinada la noche anterior por un individuo disfrazado de policía. Las autoridades señalaron que el atacante, aún prófugo, planeaba también atentar contra las manifestaciones. El resto de los actos en el estado fueron cancelados por seguridad. El luto se mezcló con la indignación. “La mataron por representar la esperanza. Eso es lo que estamos enfrentando”, dijo un organizador con la voz entrecortada.
La diversidad de tonos e identidades dio a la protesta su carácter plural y descentralizado. En Raleigh y Whittier, suburbios al sureste de Los Ángeles, las protestas se convirtieron en fiestas populares con música, bailes y banderas. En Houston, algunos manifestantes repartieron flores a los policías que custodiaban la ruta. En Worcester, Mary y Steve Ludy se presentaron vestidos de payasos, ondeando una bandera rota. “Esto ya no es una democracia funcional”, dijo él. “Es un teatro de poder grotesco”.
En Charlotte, Adris Marure marchaba por sus amigos indocumentados: “¿Por qué parece que América nos odia?”. En Nashville, se recitó el Juramento a la Bandera como acto de resistencia. En Los Ángeles, Pussy Riot desplegó una pancarta con la advertencia: “Esto empieza a parecerse mucho a Rusia”.
La presencia federal también provocó escenas inusuales. En la capital californiana, Marcos Leao, un veterano de guerra de 27 años, fue brevemente detenido por marines frente a un edificio gubernamental. Las imágenes circularon con rapidez en redes sociales, y provocaron cuestionamientos severos: las tropas activas rara vez interactúan con civiles. En Washington, mientras tanto, el desfile militar del presidente marchó por calles semivacías bajo un cielo amenazante. Pero el simbolismo pesó más que la logística: fue una exhibición de fuerza en un día de repudio cívico.
El Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes anunció una investigación formal sobre el uso de recursos federales en la contención de las protestas. El gobernador de California, Gavin Newsom, confirmó que entregará todos los registros solicitados, incluyendo lo que describió como “comunicaciones sumamente inusuales de la Casa Blanca” relacionadas con la coordinación de cuerpos armados.
El espíritu de la protesta superó los márgenes partidistas. En zonas rurales de Ohio y Illinois, comunidades enteras se congregaron en escuelas y campos abiertos. En New York City, manifestantes se multiplicaron por miles en Central Park. En todas partes ondeaban banderas estadounidenses, muchas con frases escritas a mano: “Democracia, no dictadura”, “América es de todos”, “No hay reyes”. Algunos entonaban canciones patrióticas. Otros simplemente caminaban en silencio. La pluralidad fue la fuerza.
Al caer la noche, en distintas ciudades quedaban aún bolsones de resistencia. En Brooklyn, la lluvia no apagó el grito. En San Antonio, jóvenes latinos improvisaban discursos sobre los techos de sus autos. En Denver, el eco de una marcha que ya había terminado retumbaba en la memoria de quienes aún caminaban. Y en Los Ángeles, el humo del gas lacrimógeno seguía suspendido en el aire como un recordatorio de que las calles —como la democracia— se defienden, a veces, entre lágrimas.
La jornada del 14 de junio no fue simplemente una protesta contra un presidente. Fue una proclamación coral de identidad democrática, una advertencia a quienes aspiran al poder absoluto: en Estados Unidos, el poder no es de uno solo. En medio de la división, la represión y la propaganda, miles de ciudadanos dejaron claro algo más profundo que un desacuerdo político: no hay reyes. Y no los habrá.
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