El debate ya no es “más Estado o más mercado”. Esa dicotomía pertenece a otro tiempo. En la nueva realidad política mexicana, la ecuación ha mutado: más Estado significa menos libertades. Bajo el discurso de la transformación digital se consolida un marco normativo que fortalece la vigilancia, debilita los contrapesos y normaliza el control social.

Región Global / InfoStock / Mexconomy La Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión, recientemente aprobada por comisiones del Senado mexicano, no representa una modernización del ecosistema digital, sino una restauración del control estatal sobre los flujos de información. A falta de innovación tecnológica, se refuerza el aparato de vigilancia en línea con modelos autoritarios como los de Rusia o China, sin garantías mínimas para la privacidad ni para la libertad de expresión.

Aprobado en fast-track legislativo, el dictamen que sustituye al Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) por la nueva Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT), y que crea la Comisión Reguladora de Telecomunicaciones, ofrece un ejemplo inquietante de regresión institucional bajo el lenguaje de la transformación digital. Mientras en países democráticos se avanza hacia marcos regulatorios distribuidos, interoperables y con respeto a la privacidad, en México se avanza hacia un modelo de control vertical, con una arquitectura que recuerda a la de los regímenes de corte autoritario.

Más que introducir innovación tecnológica o reducir brechas digitales, el nuevo marco jurídico reconfigura el sistema de telecomunicaciones como una palanca de vigilancia y centralización del poder informativo. No se trata de un salto hacia el futuro, sino de un retroceso hacia el pasado.

La sustitución del IFT —un órgano constitucional autónomo— por la ATDT implica un viraje estructural. La nueva agencia depende directamente del Poder Ejecutivo y asume facultades técnicas, regulatorias, supervisivas y de política pública, sin contar con la autonomía técnica ni los controles cruzados que el IFT había ganado tras la reforma de 2013. Este movimiento centraliza decisiones que, en otros países, corresponden a órganos colegiados o entidades independientes.

La Comisión Reguladora de Telecomunicaciones, aunque presentada como órgano “desconcentrado”, carece de salvaguardas reales de independencia. En esencia, opera como un apéndice funcional de la ATDT. Este diseño replica esquemas regulatorios presentes en China (CAC) y Rusia (Roskomnadzor), donde las agencias de telecomunicaciones no sólo administran el espectro, sino también vigilan, censuran y disciplinan el discurso digital.

En su narrativa oficial, el dictamen invoca el desarrollo tecnológico, menciona plataformas de gran altitud, redes inteligentes y esquemas de uso compartido del espectro. Sin embargo, en ninguno de sus casi 300 artículos se establecen rutas técnicas, esquemas de inversión, mecanismos de transferencia tecnológica o vínculos con centros de investigación. Tampoco hay estímulos a la industria ni políticas de conectividad rural o de soberanía digital en software o hardware.

Esta disonancia entre el discurso y la letra legal recuerda los marcos legales adoptados en Turquía o Nicaragua, donde se utilizan términos globales para legitimar prácticas locales de vigilancia. Sin innovación, sin política industrial y sin participación real de la comunidad tecnológica, la supuesta transformación digital queda reducida a un cambio nominal de etiquetas institucionales.

Uno de los puntos más críticos del dictamen es la normalización del control social-poblacional mediante tecnologías de información. Si bien se afirma que no se crea un nuevo padrón telefónico, se obliga a los operadores a exigir identificación oficial para adquirir dispositivos móviles, y se habilita la geolocalización de usuarios sin orden judicial expresa (artículo 183).

Esta medida, en ausencia de protocolos claros, plazos de conservación de datos, fiscalización técnica independiente o sanciones por uso indebido, abre la puerta a la vigilancia masiva de la ciudadanía. Se trata de una arquitectura de control basada en la presunción de sospecha generalizada, no en el debido proceso. El Estado se fortalece como recolector de datos personales, sin que los ciudadanos cuenten con herramientas efectivas de defensa.

A diferencia de lo que ocurre en países como Alemania o Canadá, donde estas prácticas requieren autorización judicial y son auditadas por órganos independientes, en México el nuevo marco no establece ningún mecanismo de contrapeso técnico, institucional ni judicial. Se renuncia a las garantías básicas de protección de la privacidad en favor de una vigilancia preventiva generalizada.

A pesar del amplio universo de datos que podrán recolectar tanto la ATDT como la Comisión Reguladora, la ley no incorpora protocolos de seguridad, auditorías, principios de minimización de datos ni controles de transferencia. Tampoco se fortalece la relación con la transparencia, ni se le reconoce como órgano verificador. El ciudadano queda así desprotegido frente al mal uso o la explotación comercial y política de su información personal.

En China, donde este tipo de control digital está plenamente institucionalizado, la ciudadanía no tiene forma legal de oponerse al uso de sus datos. El nuevo modelo mexicano, aunque más sutil, avanza en la misma lógica: se invisibiliza al individuo como sujeto de derechos y se le configura como objeto de monitoreo estatal.

El dictamen mantiene la facultad del Estado para suspender transmisiones, con la justificación de proteger el interés público frente a abusos de concesionarios. Aunque esta disposición proviene de la ley de 2014, no fue reformada ni precisada, dejando abierta la posibilidad de su uso arbitrario.

Tampoco se establece una autoridad judicial como condición previa para aplicar estas medidas. De este modo, se deja intacta una herramienta que puede ser utilizada políticamente contra medios críticos o incómodos. La libertad de expresión sigue sujeta a la voluntad administrativa, sin una arquitectura garantista que la proteja.

En el debate parlamentario, se mencionó la neutralidad de la red como un principio a preservar. Sin embargo, el texto final no lo protege expresamente, ni lo dota de herramientas efectivas. Tampoco se prohíben prácticas de priorización pagada, ni se sancionan bloqueos de contenidos arbitrarios por parte de proveedores. Esto deja a los usuarios expuestos a filtrado comercial y político, sin remedios eficaces.

El nuevo marco legal no construye una política de transformación digital. Construye, en cambio, una arquitectura de control con los recursos de la era digital. Sustituye la regulación autónoma por vigilancia institucionalizada, borra las garantías judiciales y debilita los derechos de los usuarios en nombre de la seguridad.

Lejos de ser una reforma moderna, es la traducción legal de una voluntad de control social, en la que el acceso a la tecnología no es un derecho, sino una concesión. El Estado digital que aquí se perfila no es el que empodera a sus ciudadanos, sino el que los vigila sin que lo noten.