Asuntos de Estado
Secuestrar la democracia:
el objetivo de la “Reforma Electoral”
No nos engañemos: un grupo ya ha definido, a su conveniencia, los límites y alcances de participación en esta llamada nueva Reforma Electoral. Cuando la reforma la diseña el poder, la ciudadanía no elige: obedece. Y cuando el árbitro pierde su independencia, el voto pierde su libertad.

La llamada reforma electoral que el gobierno impulsa no es una propuesta de modernización: es un plan quirúrgico para capturar el único órgano que puede frenar su ambición de permanencia. Bajo el discurso de “abaratar la democracia” y “evitar el fraude”, lo que se prepara es un rediseño institucional que coloca al Instituto Nacional Electoral bajo control político directo. El nombre podría sobrevivir, pero su independencia quedaría en ruinas.

Quien controle al árbitro controla el resultado. No es una metáfora: es la historia repetida de regímenes que, una vez capturado su organismo electoral, convirtieron el sufragio en un trámite ceremonial. Venezuela, Nicaragua, Rusia… en todos estos casos, las reformas se presentaron como modernizaciones; en la práctica, se convirtieron en candados para que el poder nunca cambiara de manos. México camina en esa dirección con la misma narrativa y la misma ingeniería legal.

El problema no es solo que los partidos opositores queden marginados. Lo verdaderamente grave es que la ciudadanía —la dueña original del voto— quedará sin mecanismos reales para incidir en las reglas del juego. No se trata de ser escuchados en foros, se trata de que sus propuestas formen parte de la ley. Y eso, en esta “reforma”, no existe. El rediseño que se impulsa ignora por completo figuras que en el derecho electoral comparado son básicas: candidaturas independientes viables, plebiscitos vinculantes, referendos efectivos, revocaciones de mandato sin candados imposibles y voto electrónico auditable por terceros autónomos.

Si esta reforma se aprueba como está concebida, no será una reforma: será una contrarreforma. Una demolición controlada de la autonomía electoral disfrazada de ahorro presupuestal. Una operación política para decidir, desde el poder, quién puede competir, en qué condiciones y con qué árbitro. Y cuando eso ocurre, el voto deja de ser la herramienta para cambiar a los gobernantes y se convierte en la coartada para mantenerlos.

En un sistema así, el ciudadano no decide: valida. No elige: confirma. Y lo hace en una cancha inclinada, con un árbitro que responde al equipo en el poder. El sufragio pierde su carácter soberano y se transforma en un simulacro democrático, igual que en los regímenes donde el ganador se conoce antes de que la primera urna sea abierta.

Esta no es una discusión técnica ni de costos: es una batalla por el derecho a elegir sin supervisión del gobierno. Si se permite que el Ejecutivo, con mayoría legislativa y todo el Poder Judicial a su favor, imponga las nuevas reglas y nombre al árbitro, el país se quedará sin garantía real de alternancia. Lo que está en juego no es solo el futuro de un órgano autónomo, sino el único seguro que tiene la ciudadanía contra el abuso del poder: su voto libre.