El auge del huachicol fiscal no surgió de la nada: es la consecuencia directa de la militarización de la administración pública. Lo que se presentó como una estrategia para blindar al Estado derivó en un terreno fértil para las redes criminales que se incrustaron en las propias instituciones.

RG Revista — La profunda militarización de la administración pública durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador dejó una huella imborrable y sombría en la historia reciente de México. La entrega de poderes extraordinarios a las Fuerzas Armadas, particularmente a la Marina, se presentó como una estrategia eficaz para combatir al crimen organizado y fortalecer la administración del Estado. Sin embargo, esa concentración excesiva de poder generó un fenómeno devastador: el auge del huachicol fiscal.

El Ejército y la Marina asumieron no sólo tareas de seguridad, sino también funciones estratégicas como la gestión de aduanas y puertos, la distribución de medicinas, la construcción de infraestructura y el control de servicios públicos esenciales. Esta ampliación de responsabilidades vino acompañada de opacidad y ausencia de contrapesos, blindando a las Fuerzas Armadas de mecanismos de rendición de cuentas. La narrativa oficial las idealizó como guardianes de la moral pública, incorruptibles y entregados únicamente al servicio de la nación.

Pero bajo esa fachada surgió una red criminal sofisticada. Altos mandos, funcionarios civiles, empresarios y operadores del crimen organizado aprovecharon el poder otorgado y la autonomía sin controles para crear un esquema de contrabando de combustibles que drenó recursos millonarios al Estado.

En el centro de esta red aparecen los hermanos Manuel Roberto y Fernando Farías Laguna, vicealmirante y contralmirante, sobrinos del entonces secretario de Marina, José Rafael Ojeda Durán. Con influencia política y respaldo institucional, tejieron un entramado que facilitó la entrada y distribución ilegal de millones de litros de combustible. El control de aduanas y puertos resultó determinante en la operación.

A la estructura se sumó —entre otros— el empresario Roberto Blanco Cantú, dueño de Mefra Fletes, señalado tanto en México como en Estados Unidos como enlace estratégico con el Cártel Jalisco Nueva Generación. Su papel en el trasiego marítimo permitió que en momentos críticos circularan cargamentos de hasta 10 millones de litros de combustible ilícito.

Las ganancias de esta maquinaria ilegal se multiplicaron a través de sobornos millonarios pagados por cada desembarque y permisos manipulados. La red contó con complicidades dentro de la Marina, agentes aduanales y empresarios energéticos que facilitaron el contrabando y garantizaron impunidad.

El legado de la militarización

La militarización administrativa, concebida como solución rápida y eficiente, terminó alimentando un sistema donde las redes ilícitas y de contrabando encontraron terreno fértil. La combinación de poder sin contrapesos, recursos fuera de escrutinio y ausencia de transparencia consolidó una mafia enquistada en el Estado, capaz no solo de traficar combustible, sino de corroer instituciones fundamentales como la Marina Armada de México.

Hoy, el gobierno de Claudia Sheinbaum enfrenta la tarea de desmontar este entramado. Sin modificar de raíz el modelo de militarización que permitió su gestación, el reto parece monumental. La presidenta mantiene su apuesta en la lealtad de las Fuerzas Armadas, a pesar de que varios de sus elementos quedaron evidenciados como parte de la corrupción.

Las órdenes de aprehensión hacia figuras como los Farías Laguna, representan un avance judicial, pero también revelan la magnitud del problema. El huachicol fiscal no es un episodio aislado: es el resultado directo de años de militarización sin vigilancia civil ni transparencia. El dilema persiste: ¿cuántos años más llevará recuperar la rendición de cuentas, fortalecer las instituciones civiles y romper el ciclo de corrupción político-militar que amenaza la integridad del Estado mexicano?

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