A un año de asumir la presidencia, Claudia Sheinbaum ha gobernado bajo una sombra doble: la del expresidente Andrés Manuel López Obrador y la de las crisis heredadas de su administración. Su estilo puntilloso y de lenguaje confrontativo no ha logrado emanciparse del peso político del obradorismo ni del costo de los errores que heredó.

Editorial

El primer aniversario de la presidenta Claudia Sheinbaum encuentra a su gobierno en una encrucijada. La mandataria no ha marcado una clara diferencia de estilo con respecto a López Obrador: usa retórica menos polarizante, más rigor técnico, un gabinete más profesional y un discurso centrado en lo que denomina como el segundo piso de la cuarta transformación. Pero en la práctica, su primer año ha estado consumido por la necesidad de ordenar el caos heredado: déficits fiscales, desabasto de medicamentos, rezagos en vacunación… y una estructura de corrupción enquistada en sectores como las aduanas y la Marina.

Uno de los legados más onerosos ha sido el déficit fiscal récord con el que cerró el sexenio anterior. Para estabilizar las finanzas, Sheinbaum impulsó un presupuesto de recortes severos, reviviendo la lógica de austeridad en renglones que son básicos. El costo social ha sido alto: la escasez de medicamentos se prolonga desde hace años y el sistema de salud no logra normalizarse. Las promesas de solución —primero para marzo, luego abril, después mayo…— se diluyeron entre acusaciones cruzadas entre el gobierno y las farmacéuticas, y hoy el problema se refleja en datos duros: por ejemplo, un brote de sarampión vinculado a la falta de vacunación en niños de 0 a 4 años, nacidos en los años más críticos del desabasto.

En seguridad, la presidenta presume una leve baja en homicidios, pero los indicadores de extorsión y desapariciones, siguen al alza. Casos como la violencia persistente en Sinaloa y la corrupción descubierta en la Marina y las aduanas —donde dos almirantes fueron señalados por operar una red de contrabando de combustibles— muestran los límites del control institucional. El vínculo de estos mandos con el exsecretario Rafael Ojeda ilustra un dilema mayor: cada caso de corrupción activa una cadena política que termina, inevitablemente, en el expresidente. Y esa es una línea que Sheinbaum, por cálculo o por lealtad, no quiere (o no puede) cruzar.

Ese silencio es la frontera política del actual gobierno. Los principales males del país son herencias de López Obrador, pero reconocerlo implicaría un rompimiento con el fundador del movimiento que la llevó a la presidencia y, en consecuencia, un desgaste con la base dura de Morena. En la historia de las sucesiones en México, ningún presidente había gobernado sin poder culpar al anterior. Sheinbaum no puede hacerlo, y ese límite simbólico ha sido su mayor obstáculo: gobierna con las manos atadas.

En medio de las crisis, la presidenta ha consolidado una aprobación que ronda entre 70 y 77%, según distintas mediciones. Esa cifra refleja más el capital político heredado que la originalidad de su propuesta. Porque, hasta ahora, la mayor parte de sus acciones se inscriben en la lógica de la continuidad partidaria y la defensa del "movimiento". Su discurso sigue anclado a la retórica del obradorismo: los “adversarios del movimiento”, el “no somos iguales” y la expansión de los programas sociales como plataforma de legitimidad basada en “el pueblo”.

Los logros de Sheinbaum, son beneficios para “el movimiento” y no pueden negarse: la consolidación de una plataforma jurídica mediante la reforma judicial y las reformas constitucionales que dieron sustento al llamado “segundo piso de la Cuarta Transformación”. Con ese andamiaje, Sheinbaum prepara el terreno para su propia agenda, aunque por ahora sus trazos siguen invisibles detrás de la arquitectura heredada.

La frase más repetida en su primer año —“que se investigue”— resume bien el tono de su gestión: un gobierno más preocupado por evadir el pasado inmediato que por delinear el futuro. En ese espejo se refleja la paradoja central de Sheinbaum: es una presidenta que gobierna, pero aún no manda del todo.

El horizonte inmediato —con la discusión sobre la reforma electoral y la tentativa de empatar la revocación de mandato con la elección intermedia de 2027— revela que la prioridad de la presidenta no es romper con el pasado, sino asegurar la permanencia política del proyecto que la llevó al poder. Más que un gesto de autonomía, sus reformas apuntan a consolidar el control del movimiento e imponer las reglas del juego.

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