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Harfuch: la genealogía del poder y la hora decisiva

En el poder, la lealtad es como la sangre… se tiene o no.

Horacio De la Cruz S.

|@Region_Global

Entre el peso de la historia y las exigencias del presente, Omar García Harfuch emerge como el rostro más visible de un poder que, en México, se hereda tanto por la sangre como por la coyuntura. La reunión de Marco Rubio y Claudia Sheinbaum solo confirmó lo que ya estaba escrito: Harfuch no es únicamente un funcionario, es la bisagra entre dos países y el depositario de una tradición política forjada en el corazón mismo del Estado mexicano.

No se puede entender a Omar García Harfuch sin mirar atrás. Su abuelo, el general Marcelino García Barragán, fue uno de los hombres fuertes de la Revolución institucionalizada y estuvo a punto de ser candidato presidencial. Su padre, Javier García Paniagua, presidió el PRI, ocupó la Secretaría del Trabajo y también acarició la posibilidad de llegar a la candidatura. Esa genealogía habla de algo más que de cargos públicos: es la herencia de una cultura del poder, una disciplina de Estado, un entendimiento íntimo de cómo se decide y se ejerce la autoridad en México.

Entre 1993 y 1995, coincidí frecuentemente con Don Javier García Paniagua en los Baños Santa María, en la colonia Santa María la Ribera de la Ciudad de México. Era un hombre mesurado, serio, sereno. Llegaba temprano, ocupaba siempre el mismo lugar, rodeado de periódicos que se convertían en muralla y puente al mismo tiempo. Saludaba con cortesía y con esa sobriedad que distingue a quienes han vivido en el vértigo del poder sin perder el aplomo.

Cuando Juan Bustillos Orozco —quien me lo presentó— se incorporaba a la tertulia, la conversación giraba hacia la política viva: Carlos Salinas, Luis Donaldo Colosio antes de su asesinato, Ernesto Zedillo. Don Javier escuchaba más de lo que hablaba. Sus comentarios eran breves, certeros, sin alardes. Vestía impecable, irradiaba autoridad sin levantar la voz. Era, incluso fuera de los reflectores, un político en el sentido clásico: disciplinado, discreto, con un sentido de Estado que no necesitaba exhibirse. Verlo ahí, en la intimidad de un baño público, con la misma sobriedad con que habría conducido un despacho, revelaba hasta qué punto el poder formaba parte de su piel.

Ese temple —el de un político que sabe escuchar, medir, no precipitarse— es parte del legado que hoy se proyecta en su hijo. Omar García Harfuch no surgió de la nada: mamó el poder, creció en sus pasillos, aprendió a mirar a los ojos sin titubear y a entender que en México la política es, antes que nada, una estructura de supervivencia.

Hoy, Harfuch no es un jefe policial más. Es el personaje central de la relación bilateral en materia de seguridad. Los reportes de Washington —los mismos que alimentaron la reunión entre Marco Rubio y Claudia Sheinbaum— colocan su nombre como la única carta capaz de restaurar la confianza perdida. Su llegada a posiciones clave es el inicio de una carrera contrarreloj: 60 días para reorganizar instituciones, blindarlas contra la infiltración criminal y producir resultados tangibles en capturas de alto perfil, antes de que Donald Trump reactive, o no, entre otros temas, la amenaza arancelaria que pende sobre México.

En los análisis estadounidenses, México se debate en una crisis de state capture, donde las instituciones han sido penetradas hasta la médula por intereses criminales. Frente a esa realidad, Harfuch encarna una rareza: alguien con experiencia operativa, relaciones fluidas con agencias internacionales y reputación de incorruptibilidad. Pero también arrastra el peso de la expectativa desmedida: ser simultáneamente el heredero de una genealogía política de Estado y el garante del nuevo pacto de seguridad bajo el gobierno de Sheinbaum.

La paradoja es evidente. El nieto de un general y el hijo de un ex presidente del PRI se ha convertido en el rostro de la confianza estadounidense en México. No es un improvisado, ni un técnico sin historia: es un hombre que lleva en la sangre la experiencia de varias generaciones de poder, ahora proyectada hacia un reto que rebasa lo personal.

Los próximos meses lo colocarán en el centro de la tormenta y hay que decirlo esperando que lo respalde con todo la presidenta Sheinbaum: objetivo prioritario de las organizaciones criminales, pieza indispensable para Washington, figura inevitable para Claudia Sheinbaum Pardo. Su destino, en buena medida, se confunde con el del propio Estado mexicano.

Si la genealogía marca continuidades y la coyuntura impone urgencias, entonces el presente de Harfuch es la suma de ambas: la tradición de un poder aprendido desde la infancia y la exigencia de un futuro que depende de lo que logre construir en el tiempo límite que le han impuesto.

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