“El problema no es gastar demasiado, sino gastar sin propósito.” — J. M. Keynes
El primer año del gobierno de Claudia Sheinbaum confirma un modelo de continuidad que privilegia el gasto social sobre la inversión productiva, el control político sobre la planeación económica y la simulación fiscal sobre la transformación estructural. México no está creciendo: se está sosteniendo a crédito.
Horacio De la Cruz S.
En el arranque del nuevo sexenio, la narrativa oficial celebra superávit primario, disciplina fiscal y estabilidad macroeconómica. Sin embargo, al revisar los indicadores económicos, el balance real muestra un país atrapado entre la expansión del gasto público asistencialista y la ausencia de inversión productiva. La economía mexicana apenas crece en torno al 1% del PIB, mientras el déficit fiscal ronda el 4.3% y la deuda pública asciende al 52.3% del PIB. En términos prácticos, México está financiando su estabilidad con deuda.
El problema de fondo no es la estabilidad nominal, sino la composición del gasto. El billón de pesos destinado a programas de Bienestar en 2025 no es inversión pública: es gasto corriente sin retorno económico. En un país con baja productividad, informalidad laboral del 54% y estancamiento industrial, estas transferencias no detonan crecimiento. Sostienen consumo temporal, pero no capitalizan desarrollo.
El discurso de Édgar Abraham Amador Zamora, titular de Hacienda, destaca la reducción del déficit, el fortalecimiento de PEMEX y la expansión del gasto social. No obstante, detrás de las cifras se oculta una realidad incómoda: no hay nueva capacidad productiva. Las llamadas “obras estratégicas” absorben más de 850 mil millones de pesos, pero su rentabilidad social y económica sigue sin acreditarse. México no construye competitividad, construye gasto.
La política fiscal sigue siendo procíclica: no combate la desigualdad estructural, sólo la administra. Al concentrar el presupuesto en subsidios, el gobierno asume que la reducción estadística de la pobreza equivale a movilidad económica, cuando lo que en realidad ocurre es un efecto contable temporal. Una vez retirado el subsidio, los indicadores sociales retroceden. No hay mejora estructural en ingreso, productividad ni empleo formal.
En el frente externo, la recaudación aduanera creció 22%, pero no por mayor comercio, sino por el endurecimiento de la fiscalización. Es un logro administrativo, no económico. Si la economía se desacelera, la recaudación se contraerá. Y en el contexto internacional de tasas altas y crecimiento global débil, México carece de amortiguadores.
El otro riesgo estructural sigue siendo PEMEX. Pese a la mejora crediticia anunciada, la empresa continúa drenando recursos públicos. Su refinanciamiento depende del apoyo fiscal, y su deuda, cercana a los 100 mil millones de dólares, sigue comprometiendo el espacio presupuestario de la federación. La “soberanía energética” se traduce, en términos técnicos, como subsidio perpetuo.
La aparente estabilidad macroeconómica es frágil. El superávit primario de dos décimas del PIB apenas compensa el déficit estructural y no corrige el desequilibrio entre gasto y crecimiento. El país camina sobre una cuerda fiscal: gasta más de lo que produce, produce menos de lo que necesita y depende cada vez más de la inercia del consumo estimulada por el gasto público.
En términos macroeconómicos, México muestra señales de estancamiento con riesgo de recesión técnica permanente. Los motores del crecimiento —inversión, productividad y exportaciones— están desacelerados. El único sostén es el gasto público, pero sin inversión real, cada peso gastado hoy reduce la capacidad fiscal de mañana.
A un año de gobierno, Claudia Sheinbaum hereda y amplifica un modelo económico que confunde estabilidad con desarrollo. La prudencia fiscal se sostiene, pero al costo de un crecimiento raquítico. La economía mexicana, más que avanzar, se está administrando en pausa. Y en economía eso es estancamiento y el principio del retroceso.
    
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