La tragedia en la Sierra Norte de Puebla no fue sólo obra de la naturaleza. La lluvia cayó con fuerza, pero la omisión institucional y la falta de previsión la convirtieron en catástrofe.
Por definición, un desastre natural incluye variables imposibles de controlar. Pero en cada deslave, en cada casa sepultada, también hay decisiones humanas que agrandan el desastre. No se trata de regatear solidaridad frente al dolor ni de señalar culpables de manera mezquina, sino de asumir lo que ocurrió: fallaron los sistemas de alerta, falló la comunicación institucional, falló el Estado.
Región Global recorrió la Sierra Norte desde el miércoles. Lluvia todo el día, lluvia toda la noche. Desde La Uno hasta Mecapalapa, de Xicotepec a Villa Ávila Camacho, las precipitaciones no cesaban. Para la noche, los cerros ya comenzaban a desprenderse; piedras, lodo y árboles bloqueaban caminos. Al amanecer del jueves, el pronóstico de CONAGUA advertía lluvias torrenciales, pero en Huauchinango no había una sola alerta pública ni un llamado de Protección Civil municipal. La población se enteraba por grupos de WhatsApp, por comentarios en las calles, por rumores.
Ese jueves, el camino a Cuacuila colapsó. También el de Puga. A las ocho de la noche, la energía eléctrica se vino abajo y el municipio quedó en penumbras. Llovía con furia y los cuerpos de emergencia apenas reaccionaban. No se veía presencia estatal. Nadie sabía dónde acudir ni qué hacer. En las comunidades, la gente se organizaba como podía: velas, radios de pilas, rezos y miedo. El aislamiento era total.
El viernes amaneció sin energía eléctrica, sin señal y con los equipos descargados. La devastación era evidente: decenas de deslaves, viviendas destruidas, caminos intransitables. “Una casa colapsó, dos familias están enterradas”, se escuchaba en las calles. En el único supermercado Aurrerá abierto, la población hacía compras de pánico. Las autoridades, otra vez, iban detrás de los hechos. Dos camionetas con despensas llegaron al centro de Huauchinango. La gente preguntaba: “¿Dónde nos formamos?”. Nadie respondía.
Mientras los boletines oficiales hablaban de “acciones coordinadas”, los testimonios en las zonas serranas contaban otra historia. Jóvenes que caminaron por horas para pedir ayuda narraban cómo el agua se llevó viviendas precarias de cartón y barro. “No quedó nada”, decían. En medio del verde abatido por la lluvia, las comunidades quedaron incomunicadas. Para el mediodía del viernes se sabía que el apagón cubría prácticamente toda la Sierra Norte de Puebla. No había cómo informar ni cómo pedir auxilio.
¿Qué falló? La respuesta es tan simple como dolorosa: la sustitución de la comunicación comunitaria por la ilusión digital. Las redes sociales, hoy saturadas por propaganda política y ejércitos de bots, reemplazaron a los viejos sistemas de alerta —el perifoneo, los comités locales, las brigadas vecinales—. Cuando la energía se interrumpió y la señal cayó, también cayó la posibilidad de avisar. Nadie sabía qué hacer ni a dónde ir. El silencio municipal fue la primera consecuencia de una tragedia anunciada.
El recuento de los daños apenas comienza, pero ya es claro que la devastación supera cualquier estadística oficial. No se trata sólo de deslaves ni de caminos rotos, sino de un modelo institucional que confunde presencia en redes con presencia real. En la Sierra Norte, mientras los cerros se derrumbaban, también se derrumbó la capacidad del Estado para proteger a su gente.
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