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El INEGI del Bienestar

Cuando las estadísticas oficiales se convierten en propaganda, el país pierde su brújula.

México ha decidido mentirse a sí mismo en el peor momento posible. Mientras el mundo rediseña su mapa productivo, el país sustituye la economía por la simulación: no cambia la realidad, cambia los números.

Horacio De la Cruz S.

|@Region_Global

Mientras Vietnam construye puertos de aguas profundas, India moderniza su legislación laboral y Polonia renueva su infraestructura energética, México ha optado por el atajo estadístico: alterar la medición para maquillar el fracaso. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), símbolo de rigor técnico y autonomía institucional, ha sido convertido en un instrumento narrativo del llamado “Bienestar”. Ya no mide: tranquiliza. Ya no analiza: consuela. Ya no informa: justifica.

Los datos de agosto son la evidencia más descarnada. El INEGI reportó que la agricultura creció 26.5% anual, apenas un mes después de haber informado una caída del 19.9%. Cuarenta y seis puntos de diferencia en treinta días, pero el dato se publica con la solemnidad de lo oficial, como si la realidad obedeciera al boletín.

Este ya no es el INEGI que retrataba al país. Es el INEGI del Bienestar: una institución que produce cifras aspiracionales para sostener la retórica del éxito. En su nueva función política, el dato económico se convierte en propaganda; la estadística, en relato.

La trampa es simple y efectiva. El sector primario apenas representa entre 3% y 4% del PIB nacional, pero su manipulación aritmética permite elevar artificialmente el promedio general del IGAE. Así, un supuesto auge agrícola maquilla la recesión industrial del -2.7% anual. Es contabilidad creativa en versión institucional.

Y funciona porque la mayoría se queda en el titular: “La economía crece 0.6% mensual”. Pocos se detienen a observar que la minería cae -7.0%, la construcción -3.2%, la manufactura -1.7% y el índice energético se desploma a 68.8, treinta puntos por debajo de su nivel en 2018. La narrativa de la recuperación se sostiene sobre la ficción de la agricultura milagrosa.

Pero el mundo no invierte en ficciones. Los corporativos globales no leen comunicados de prensa: leen balances, flujos de capital y productividad energética. Y cuando comparan, descubren que México tiene electricidad cara y escasa, infraestructura estancada y manufactura en retroceso. Vietnam crece 6.5%, India supera el 7% y Polonia mantiene un avance del 3.5%, todos con datos verificables. México, en cambio, presume cifras que no convencen ni a sus artífices.

El INEGI del Bienestar puede engañar a la prensa domésticada o a los analistas cortesanos, pero no a un director de inversiones en Frankfurt o Houston. Cuando decide instalar su planta en Texas y no en Monterrey, no solo se lleva capital. Se lleva los empleos, los salarios, los impuestos y las oportunidades que jamás llegarán.

Vietnam comprendió hace dos décadas que la brutalidad competitiva exige honestidad estadística. India acepta sus debilidades para poder corregirlas. Polonia no edita sus cifras: construye la infraestructura que las respalda. México, en cambio, maquilla los números para preservar la ilusión de un crecimiento que no existe.

La transformación del INEGI en un órgano de propaganda es un golpe silencioso al Estado moderno. Cuando la medición deja de ser objetiva, el país pierde la posibilidad de corregir el rumbo. Sin diagnóstico, no hay política pública; sin verdad, no hay estrategia. Y cuando la credibilidad se erosiona, se evapora el crédito, la inversión y la confianza internacional.

El INEGI del Bienestar representa la sustitución de la evidencia por el eslogan. No se trata solo de manipular cifras: se trata de instaurar una cultura política donde la percepción vale más que la verdad. Pero los mercados, las empresas y los empleos no viven de percepciones. Viven de datos reales, energía confiable y productividad tangible.

La estadística oficial puede decir que no hay recesión. La economía real dice otra cosa. La caída industrial del -2.7% son ingenieros desempleados, obreros sin obra, técnicos mineros suspendidos y familias endeudadas. Ellos no habitan el país de los comunicados, sino el de los recibos vencidos.

Y cuando el gobierno insiste en que todo va bien, la brecha entre discurso y experiencia cotidiana se convierte en desconfianza. Esa desconfianza es hoy la mayor amenaza económica de México. Porque una sociedad que deja de creer en sus instituciones deja de invertir en su futuro.

El INEGI del Bienestar es, en el fondo, el retrato de una transformación que prefiere los adjetivos a los resultados. Que administra la percepción mientras el país se rezaga. Que celebra la estabilidad del estancamiento. Y que, al final, pagará el costo de haber confundido la narrativa con la realidad.

El bienestar real no se decreta ni se inventa con estadísticas. Se construye con productividad, con empleo formal, con políticas públicas basadas en evidencia. Mientras el gobierno elija la comodidad del autoengaño, México seguirá perdiendo la carrera industrial del siglo XXI frente a quienes eligieron la verdad como punto de partida.

Epílogo: No se trata de pesimismo ni de nostalgia tecnocrática. Se trata de exigir honestidad en la medición de la realidad. Llamar “neoliberal” a quien pide rigor estadístico es una manera torpe de justificar la mediocridad. México no necesita un INEGI del Bienestar; necesita un INEGI de la verdad. Porque solo desde la verdad —por cruda que sea— se construyen naciones que prosperan y México va muy mal.

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