Entre el 6 y 9 de octubre, 64 personas murieron y 67 desaparecieron en cinco entidades del centro y oriente de México. En la mañanera, la presidenta Claudia Sheinbaum ordenaba: “No digas municipios afectados”. Cuatro palabras que revelan una política, una mentalidad y la verdadera forma de gobernar.
Las lluvias fueron históricas: 540 milímetros en Veracruz, 487 en Puebla. La devastación abarcó el 4 % del territorio nacional. 87 municipios colapsaron, más de 320 mil usuarios quedaron sin luz, mil kilómetros de carreteras fueron destruidos. El país enfrentó una catástrofe humanitaria y el gobierno federal —a seis días de iniciada la tragedia—, un problema comunicativo.
La instrucción presidencial —no mencionar los municipios— no fue un error menor. Fue un reflejo del poder entendido como control del discurso antes que atención a la tragedia. Revela la prioridad presidencial: proteger la narrativa, no a las víctimas. Preservar la imagen presidencial antes que reconocer la magnitud del duelo.
Nombrar los municipios habría implicado dar rostro al desastre. Decir dónde murieron los hijos, las madres, los trabajadores atrapados por los deslaves. Hablar de Puebla o Veracruz no como coordenadas, sino como comunidades heridas. Pero nombrar humaniza, y humanizar obliga a responder. Por eso, el silencio.
En la práctica, la instrucción busca que el desastre no tenga geografía ni responsables. Sustituye “municipios” por “zonas prioritarias”. Disuelve la tragedia en abstracción técnica. Así, 131 vidas dejan de ser un duelo y emergencia nacional y se convierten en un expediente administrado.
Sheinbaum sabía las cifras. Sabía que 87 municipios estaban en emergencia. Aun así, su preocupación fue que nadie los mencionara. No se trata de insensibilidad espontánea, sino de una racionalidad política calculada: el costo reputacional del desastre supera, en su escala de valores, el costo humano.
La presidenta que prometió transparencia total se comporta hoy como quien teme que la verdad le arruine el mensaje. Su respuesta ante la tragedia no fue “¿qué necesitan las víctimas?”, sino “¿qué debemos decir?”. Ese tránsito —del deber al discurso— marca un quiebre ético. El gobierno que calla los nombres de los muertos comienza a tratarlos como un riesgo político.
Hola, les presento a Claudia: la presidenta que, ante 64 muertos y 67 desaparecidos, pidió ocultar los municipios donde ocurrió la tragedia. La que entiende la comunicación como blindaje, no como rendición de cuentas. La que administra el dolor con cálculo técnico, procurando que el duelo no interrumpa la narrativa del orden.
Porque en el fondo, esto no trata de lenguaje. Trata de poder. Si los municipios tienen nombre, también tienen gobierno, presupuesto, omisiones. Si el desastre tiene geografía, también tiene responsables. Y si los muertos tienen historia, entonces la sociedad puede exigir justicia. El silencio presidencial es una estrategia de impunidad.
La historia reciente de México muestra que los gobiernos se definen en las tragedias. Y en esta, Sheinbaum eligió el silencio como política pública. Eligió que el país supiera menos para sentir menos. Eligió proteger la imagen antes que mirar de frente a los deudos.
Por eso, sí: hola, les presento a Claudia. No la profesional racional ni la científica del dato. Sino la presidenta que convirtió 64 muertes en un problema de comunicación. Que prefiere un país sin nombres, sin municipios, sin rostro. Un país donde la muerte, mientras no tenga dirección, tampoco tiene doliente.

    
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