El mural de David Alfaro Siqueiros representa con dramatismo el esfuerzo colectivo de un pueblo que sostiene el peso de su propia historia. En el México actual, la imagen cobra nueva fuerza: la ciudadanía carga con el costo fiscal de un Estado que recauda más sin ofrecer crecimiento ni bienestar.

Editorial

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El Estado mexicano enfrenta una paradoja insostenible: una política fiscal cada vez más recaudadora en una economía que no crece, con empresas públicas quebradas y megaproyectos que se hunden en pérdidas. La recaudación se ha vuelto el sustituto del crecimiento.

Las finanzas públicas mexicanas se sostienen sobre una estructura cada vez más frágil. En el tercer trimestre de 2025, Petróleos Mexicanos (Pemex) reportó una pérdida neta de 61 mil 242 millones de pesos y una deuda total superior a 128 mil millones de dólares. Aunque las pérdidas disminuyeron respecto al año anterior, la petrolera continúa siendo el mayor drenaje financiero del país. Su producción sigue estancada, y la rentabilidad de la refinería Olmeca (Dos Bocas) aún no aparece ni en las proyecciones optimistas de la Secretaría de Hacienda.

La parálisis económica agrava el cuadro. El Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE) registró un crecimiento anual de 0.0% en agosto, confirmando que México ha perdido impulso productivo. A la vez, la tasa de informalidad laboral alcanzó 54.9%, 0.6 puntos más que el año pasado, lo que significa una erosión directa de la base tributaria. Menos empleos formales implican menor recaudación estructural y mayor dependencia del endeudamiento y de impuestos indirectos.

El panorama fiscal se complica con proyectos de infraestructura que no generan retornos. El Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), concebido como símbolo de autosuficiencia, enfrenta su crisis más severa tras la decisión del Departamento de Transporte de Estados Unidos de cancelar rutas de aerolíneas mexicanas hacia ese aeropuerto. La medida, junto con la baja ocupación y los altos costos operativos, coloca al AIFA en la lista de activos inviables financiados con dinero público.

A ello se suman los costos crecientes del Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, que han duplicado sus presupuestos iniciales sin garantizar sostenibilidad operativa. Cada peso destinado a esos proyectos reduce los márgenes para atender necesidades sociales básicas: salud, agua, vivienda, transporte y mantenimiento urbano. En muchas ciudades, el deterioro es visible —hospitales sin medicinas, fugas de agua, calles colapsadas por lluvias mínimas— mientras el gasto en megaproyectos sigue creciendo.

La respuesta del Estado ha sido endurecer la política fiscal. En semanas recientes, el Congreso aprobó reformas al Código Fiscal de la Federación, a la Ley Federal de Derechos y al IEPS, elevando tasas y facultades de fiscalización. El resultado es una recaudación más agresiva sobre los sectores formales, mientras la economía real permanece inmóvil. Se grava el consumo, se controlan las plataformas digitales y se restringe el margen de maniobra de empresas y trabajadores que sí contribuyen.

El modelo fiscal vigente parece orientado a sobrevivir, no a crecer. Se nutre de impuestos inmediatos, no de productividad; de austeridad discursiva, no de eficiencia en medio de un mar de corrupción. La ecuación fiscal actual se resume en cuatro tensiones: crecimiento cero, gasto improductivo, empresas estatales deficitarias y contribuyentes asfixiados. Ninguna de ellas se resuelve con más impuestos ni con discursos ideológicos de falsa autosuficiencia o soberanía.

En términos estructurales, el Estado mexicano ha sustituido la inversión productiva por recaudación coercitiva, y la planeación económica por administración de crisis. El riesgo no es sólo el déficit fiscal, sino la pérdida de legitimidad financiera: un país que recauda cada vez más, pero ofrece cada vez menos. La política fiscal se ha vuelto el reflejo del agotamiento del modelo económico nacional.

Crédito: Mural de David Alfaro Siqueiros

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